Tercer Domingo de Cuaresma

Por: p. José Miguel González

Palabra de Hoy
Palabra de Hoy

7 de marzo de 2021

El Señor pronunció estas palabras: “Yo soy el Señor, tu Dios”.

Señor, tú tienes palabras de vida eterna.

Jesús contestó: “Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré”.

 

Lecturas

 

Primera Lectura

Lectura del libro del Éxodo 20, 1-17

En aquellos días, el Señor pronunció estas palabras:
“Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud.
No tendrás otros dioses frente a mí.
No te fabricarás ídolos, ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra.
No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo el pecado de los padres en los hijos, hasta la tercera y la cuarta generación de los que me odian.
Pero tengo misericordia por mil generaciones de los que me aman y guardan mis preceptos.
No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso. Porque no dejará el Señor impune a quien pronuncie su nombre en falso.
Recuerda el día del sábado para santificarlo.
Durante seis días trabajarás y harás todas tus tareas, pero el día séptimo es día de descanso, consagrado al Señor, tu Dios. No harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el emigrante que reside en tus ciudades. Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra, el mar y lo que hay en ellos; y el séptimo día descansó. Por eso bendijo el Señor el sábado y lo santificó.
Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días en la tierra, que el Señor, tu Dios, te va a dar.
No matarás.
No cometerás adulterio.
No robarás.
No darás falso testimonio contra tu prójimo.
No codiciarás los bienes de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo”.

 

Salmo

Sal 18, 8. 9. 10. 11

  1. Señor, tú tienes palabras de vida eterna.

La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma;
el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. R/.

Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón;
la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. R/.

El temor del Señor es puro y eternamente estable;
los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. R/.

Más preciosos que el oro, más que el oro fino;
más dulces que la miel de un panal que destila. R/.

 

Segunda Lectura

Lectura de la primera carta de san Pablo a los Corintios 1, 22-25

Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios.
Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.

 

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Juan 2, 13-25

Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:
“Quiten esto de aquí: no conviertan en un mercado la casa de mi Padre”.
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo de tu casa me devora”.
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron:
“Qué signos nos muestras para obrar así?”.
Jesús contestó:
“Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré”.
Los judíos replicaron:
“Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”.
Pero él hablaba del templo de su cuerpo.
Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.
Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.

 

Comentario

 

Ya en la mitad del camino de la Cuaresma hacia la Pascua, la Palabra de Dios de hoy de nuevo nos interpela y enriquece en nuestro deseo de renovar nuestra condición de bautizados y de imitar a Cristo en la vida cristiana de cada día. Son muchos los detalles y las sugerencias que encontramos en estos textos. Comentaremos solo algunas, dejando al Espíritu la tarea de iluminar a cada uno en lo que más conviene.

La primera lectura nos presenta el Decálogo, los diez mandamientos que, en el Monte Sinaí, Yahvé Dios le propone a Moisés para que se lo transmita al pueblo de Israel como el código de la Alianza que quiere establecer con ellos. En este tiempo de Cuaresma, tiempo de conversión e interiorización, a nosotros los cristianos, nos viene muy bien que repasemos los Mandamientos de la Ley de Dios, que aprendimos en nuestras catequesis, que quizás recordamos, pero que no vivimos ni cumplimos plenamente.

Antes de sus contenidos hemos de preguntarnos por su fundamento. Los mandamientos no son meras normas de comportamiento ni simples exigencias éticas para poder pertenecer a una élite espiritual o grupo reducido de elegidos por Dios. Son la expresión verbal y vital de una comprensión de Dios y de la persona humana, y de su mutua relación e interdependencia, que evidentemente tiene consecuencias para la vida en su realización concreta de cada día.

La frase primera que Dios dirige a Moisés concentra el sentido profundo y vital del Decálogo: “Yo soy el Señor, tu Dios”. Nos obliga a preguntarnos a nosotros: ¿Quién es nuestro Dios? El Dios uno y único, que se nos ha manifestado de una manera definitiva a través de Jesucristo, nos pregunta: ¿quieres que siga siendo tu Dios? El hombre de hoy y de todos los tiempos ha tenido la tentación de excluir a Dios de su horizonte para autoproclamarse dios de sí mismo. Filósofos no tan lejanos a nosotros se atrevieron a gritar a los cuatro vientos: “Dios ha muerto, ¡que viva el Superhombre!”. Y las consecuencias fueron catastróficas: genocidios raciales, guerras mundiales, sometimientos depredadores de unos pueblos a otros. Aún en nuestros días perdura la falacia y el engaño de creer que el ser humano se basta a sí mismo y que, con su desarrollo científico y tecnológico, con sus capacidades racionales, puede conseguir el dominio y control de todo cuanto nos rodea, afecta y aflige. La pandemia que estamos viviendo a nivel mundial nos ha devuelto a la realidad, ha desenmascarado tal mentira. Solo Dios es Dios y nosotros somos sus creaturas, únicas y excepcionales creadas a su imagen, pero solo creaturas. Él y solo Él es el Padre que cada día nos da la vida, nos sostiene en ella y nos invita a compartirla con quienes nos rodean, como hermanos nuestros que son, hijos de un mismo Padre.

El deseo de cumplir sus mandamientos cada día, el esfuerzo que hacemos para llevarlo a cabo, presupone esta comprensión de Dios y de la persona humana. Y tal dependencia y compromiso, a la que nos sometemos libremente, no nos esclaviza, sino que nos libera; nos hace más y mejores personas, ciudadanos más auténticos y comprometidos con la sociedad en la que vivimos. Nos ayuda a entender que Dios no es algo que nos enajena o separa de la realidad sino alguien que nos implica y compromete con ella, a quien cada día hemos de escuchar y respetar; que nos quiere y nos mira siempre con amor de Padre. Alguien que nos lleva a respetar y amar a los demás, en su persona, relaciones y propiedades, empezando por aquellos que nos han dado la vida, nuestros padres; y siguiendo con todos los que comparten la existencia con nosotros, sean de la condición que sean, especialmente con los más débiles, desprotegidos y necesitados.

Esto nos lleva como cristianos a decir cada día con el salmista: “Señor, sólo Tú tienes palabras de vida eterna”, luz que nos ilumina más allá de lo material e inmediato, de las torpezas y miserias de nuestra condición humana, descanso del alma, alegría de nuestros corazones lastimados.

Tal sabiduría escondida a sabios y poderosos se nos ha manifestado definitivamente en Jesucristo crucificado, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. La cruz en sí misma es un mero patíbulo, lugar de suplicio, ignominia y muerte; pero, desde que Cristo fue crucificado en ella, se ha convertido para todos los cristianos en lugar de luz y verdad, en trono de gloria y salvación, en camino de resurrección y vida. Qué importante es que, en este tiempo de Cuaresma, ante Cristo crucificado, identifiquemos nuestras cruces, las abracemos y comprendamos que son cruces que nos salvan porque forman parte de la cruz de Cristo, el cual ha venido para compartir con nosotros su peso y su dolor. Simplemente mirar a Cristo crucificado puede ser el mejor ejercicio personal para salir de la oscuridad, soportar con paciencia el sufrimiento, encontrar sentido a lo que cada día nos atormenta o aplasta. Aceptar la cruz, con valentía y decisión, no porque no hay otro remedio, sino porque me identifica con Cristo es el mejor camino hacia la liberación.

Tal actitud me exigirá siempre lo máximo de mí mismo, el enfrentamiento de mentiras e injusticias propias y ajenas, la autenticidad y coherencia en todo lo que pienso, digo y hago, la confrontación, a ser posible siempre pacífica y respetuosa, con aquellos que mienten, engañan, manipulan o utilizan a otros, dentro y fuera de la Iglesia. En el evangelio de hoy nos encontramos a Jesús en esa tesitura. La actitud de Jesús expulsando a los vendedores del templo, como acto profético de renovación, nos invita a la reflexión y la conversión dentro de la misma Iglesia, a la que nunca podemos convertir en un mercado, en una fuente de beneficio propio, manipulando su mensaje, distorsionando su misión en el mundo. Sustituir el mercadeo humano por la gratuidad divina debiera ser una pauta constante para vivir la religión y la fe cristiana en la Iglesia y en la sociedad como Dios desea de cada uno de nosotros.

Que la Iglesia sea siempre casa de oración, lugar de encuentro con el Señor para todos, ha de ser siempre un principio inviolable. Los escándalos que la dañan por comportamientos inadecuados, incluso depravados, de algunos de sus miembros, hemos de reconocerlos y pedir perdón por ellos. Pero, en lugar de alejarnos y separarnos de la Iglesia, han de impulsarnos a un mayor compromiso con la verdad dentro de ella, con la autenticidad, con el deseo de reflejar en nuestras vidas el rostro amoroso y misericordioso de Dios. Porque cada uno de nosotros, por el bautismo, somos Iglesia, Templo vivo de Dios, que Jesús mismo ha reconstruido con su pasión, muerte y resurrección. Él es el nuevo Templo del Padre y cada uno de nosotros debemos ser templos de Cristo, lugar de encuentro con Él. Él es la Cabeza de la Iglesia y nosotros, todos los bautizados, somos los miembros de su Cuerpo.

Y nunca olvidemos que Cristo, que es la Verdad, conoce lo que se esconde en cada corazón, sabe bien lo que hay en lo más profundo de cada uno de nosotros. Mirarle a los ojos y creer en su nombre es el mejor camino.

 

Oración

 

En esta tarde, Cristo del Calvario, vine a rogarte por mi carne enferma;

pero, al verte, mis ojos van y vienen de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados, cuando veo los tuyos destrozados?

¿Cómo mostrarte mis manos vacías, cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad, cuando en la cruz alzado y solo estás?

¿Cómo explicarte que no tengo amor, cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada, huyeron de mí todas mis dolencias.

El ímpetu del ruego que traía se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada, estar aquí, junto a tu imagen muerta,

ir aprendiendo que el dolor es sólo la llave santa de tu santa puerta. Amén.

 

(Himno de la liturgia de las horas)

 

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