El ballet en la pantalla grande

Por: José Alberto Lezcano

Giselle BNC en Kennedy Center de Washington 2018Giselle BNC en Kennedy Center de Washington 2018
Giselle BNC en Kennedy Center de Washington 2018

La gran diferencia entre la ópera y el ballet no se reduce al predominio de la poesía del canto en la primera y el de la poesía corporal en el segundo; radica en su propia visión característica del mundo representado. Si lo operístico se proyecta casi siempre mediante la refundición de drama, tragedia y comedia en un espectáculo que apela con ropaje más o menos realista a la vivisección de pasiones, conflictos y malentendidos, la danza clásica raras veces renuncia a una aventura, preferiblemente romántica, casi onírica, cuyo público es invitado a penetrar en una gama de signos y encuentros regidos por el azar y por claves de un valor simbólico y místico. No pretende el trazado racional y lógico de una historia sino esos instantes “privilegiados” que equivalen al lenguaje de los sueños y la revelación. Entre los recovecos de las figuras que se desplazan y levitan sobre la filigrana musical, la dramaturgia se asienta en un ritual de espejismos y hechizo. La existencia, en su plenitud, está “encantada” y su aceptación como trasunto de la vida real depende de la dosis de éxtasis y poder estético que aportan las piruetas de los bailarines, el grado de lirismo que se desprende de la música y la correspondencia de la escenografía, la iluminación y la concepción del espacio con el mundo que se pretende conformar.
El ballet clásico participa del rito, la leyenda y la ambigüedad. A veces exhorta al espectador a compartir con Heráclito la idea de que el fuego es la raíz de la vida, que todo viene del fuego, pero en ocasiones insta a creer, con Tales de Mileto, que todo procede del agua; que todo es agua (como si la criatura humana encontrara un puerto seguro, después de una travesía preñada de amenazas).
En el ballet clásico, el ansia de lo etéreo y lo suprasensible suele acompañarse del sortilegio, la hechicería y la predicción infalible. Símbolos cristianos y paganos concurren en esta invitación a la danza. El ballet ha tenido muy en cuenta este fondo común y ha sacado partido de mitos y tradiciones que siguen cautivando la imaginación de los públicos. Que este arte haya sabido conectarse incluso con espectadores que no dominan el vocabulario técnico de la especialidad, sobre todo con el perpetuo imán de obras como Giselle, Coppelia y El lago de los cisnes, es una de las muchas pruebas del tributo que confiere la belleza a la supervivencia.
Los nexos del cine con el ballet clásico tienen en su haber experiencias de autoridad e impacto. Entre todas sobresale la realización inglesa Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1948), dirigida por el dueto de cineastas que formaron bajo el sello The Archers, en una carrera jalonada de éxitos, Michael Powell y Emeric Pressburger. La trama de la película –bien conocida– desarrolla el conflicto de una joven ballerina, quien se desgarra bajo la presión de un novio egoísta y las exigencias de un empresario en apariencia tan duro como una estatua de acero.
Las fronteras siempre escurridizas entre la vida y el arte se agudizan o se confunden en su argumento hasta otorgar al melodrama las dimensiones de la tragedia. Algo más: el filme no se limita a desmenuzar la angustia existencial a que es conducida la protagonista y dirige la mirada –con profundidad y lucidez nada habituales– a los entretelones de un mundo asaeteado por los demonios de la rivalidad, las durezas del oficio y el precio humano de la entrega sin reservas a la profesión. A ello se suma un valor expresivo de alto vuelo. La cinta demostró hasta la saciedad que las cámaras de cine no estaban condenadas a ser espectadores pasivos de un espectáculo montado sobre las tablas. La representación del ballet central ganaba en fluidez, se permitía ampliar el escenario y extender su acción hasta espacios inaccesibles para el teatro.
Metáforas y símbolos se entrecruzaban en la historia de ficción, el cometido de la danza (un muñeco hecho con recortes de periódico se convierte en un ser de carne y hueso que baila con la heroína), mientras que las zapatillas rojas –encarnación de una magia que arrastra y domina, esclaviza y seduce, entrega con generosidad y exige con despotismo– acapararán la pantalla, dotadas de vida propia, justamente cuando su dueña, en la reposición del ballet, transita al mundo de los muertos. Debe destacarse que el debut de la actriz y reputada ballerina Moira Shearer en el cine, opacó con fuerza todas sus posteriores intervenciones en la pantalla grande (Los cuentos de Hoffman, Historia de tres amores, Los ballets de París, entre otras). No obstante, debemos chocar con una pregunta tan intrigante como el enigma de la Esfinge: ¿Por qué la artista, fallecida en 2006, consideró siempre un error haber rodado Las zapatillas rojas?
En 1946, tal vez para confirmar que el arte es una ruptura de nuestros modos de visión habituales, el novelista y guionista estadounidense Ben Hecht dirigió un filme titulado El espectro de la rosa, centrado en el ballet del mismo nombre que, con música de Carl Maria von Weber y coreografía de Fokine, marcó uno de los momentos memorables del genial Nijinski. El realizador interpola un sueño en el curso de la trama y el sueño es portador del ballet, cuya representación, en un clima a la vez enrarecido y poético, sustenta la irrealidad con el apego a claves bastante esotéricas. Experimentos de esta índole no han sido frecuentes en el cine posterior, aunque muchos podamos lamentar que el ejemplo de Ben Hecht, con su búsqueda de nuevas irradiaciones semánticas de la danza clásica, no tuviera los seguidores que merecía.
Otro caso que demanda atención es la cinta inglesa Los cuentos de Hoffman, de Powell y Pressburger. Estrenada tres años después de Las zapatillas rojas, las comparaciones con este clásico de multitudes hicieron mucho daño al nuevo filme y provocaron un injusto rechazo de quienes habían esperado un espectáculo similar en gancho temático y conformación de caracteres. En realidad, la película inspirada en la obra de Offenbach, era de antemano un plato diferente y poco digerible para espectadores nada familiarizados con un cine construido a partir de evocaciones fantásticas y un tema tan frágil que semeja una alfombra voladora incapaz de sostener el peso de sus pasajeros. Una parte de la crítica atacó las “ínfulas artísticas” de la película y otra, más tolerante, manifestó respeto por su atmósfera de ensoñación y riqueza visual. De cualquier modo, estos cuentos de Hoffman han de certificarse como una aventura llena de riesgos, por momentos imaginativa, en ocasiones estéril, que se somete con más holgura a los dictados del ballet que a los del cine.
En Hollywood, en el terreno de la ficción, el ballet clásico ha sido empleado a veces como un simple elemento de referencia, que nunca llega a ocupar un plano estelar en el trazado de la historia.
En 1940, Mervyn LeRoy dio a conocer su versión del drama teatral de Robert E. Sherwood El puente de Waterloo, con Vivien Leigh en el papel de una joven ballerina en el Londres agobiado por la guerra, que al ser despedida del teatro donde labora se dedica a la prostitución y, más tarde, cuando vislumbra una posibilidad de ser feliz junto al hombre que ama (y al que creía muerto) la carga de su deshonra la arrastra al suicidio. Esta sinopsis, que obliga a pensar en los peores folletines de Pedro Mata y Vargas Vila, apenas puede dar una idea de la proeza llevada a cabo por el cineasta: hondura en la captación del ambiente, ausencia de torrentes lacrimógenos, estatura humana en los personajes, diálogos que se desarrollan con naturalidad y convicción, ajenos a la verborrea seudofilosófica que tanto abunda en los melodramas típicos de la época. Fragmentos de El lago de los cisnes son el único contacto directo de la película con el ballet (y, para una mayor contención, se impide que la música de Chaikovski reaparezca intrusivamente en la banda sonora).
Muy inferior en valores artísticos, surgió en 1941 Los hombres que la amaron (The Men in Her Life, de Gregory Ratoff), sobre el pasado amoroso de una ballerina casada con su maestro de danza. Seis años después se estrenó un modesto filme de Henry Koster: La danza inconclusa (The Unfinished Dance), remake de la cinta francesa Ballerina, donde una niña temible no encuentra otro modo de manifestar su fanatismo por una simpática danzarina que librar a esta de su rival mediante un accidente simulado. La película explotó hasta la saciedad la música de Chaikovski.
Lastrada por coyunturas muy sentimentales (¿es que la vida de los danzarines siempre está marcada por conflictos y frustraciones?) apareció en 1977 Paso decisivo (The Turning Point). Aclamada en su momento y hoy olvidada, la obra fue nominada a once premios de la Academia de Hollywood y no recibió ninguno. La dirigió Herbert Ross, cuyos vínculos cinematográficos con el ballet se mantendrían, con resultados poco encomiables, a través de Nijinski (1980), filme centrado en la relación homosexual del más grande bailarín del siglo xx con el empresario del Ballet Ruso Serguéi Diaghilev y Danzarines (Dancers, 1987, con Mijaíl Baryshnikov), que constituyó un rotundo fracaso. Paso decisivo enfoca el reencuentro, al cabo de varios años, de dos antiguas amigas que, en su juventud, recibieron clases de ballet. Emma arrastra la frustración de no haber podido formar una familia por su dedicación a la danza; Dee-Dee lamenta haber renunciado a su deseo de convertirse en una gran bailarina para atender sus obligaciones como madre y esposa. Mediante estos conflictos dibujados con regla y compás, se facturó una película de confesiones y remembranzas que tuvo aciertos en el sensible desempeño de Annet Bancroft en el papel de Emma y el sorprendente trabajo de Baryshnikov en un personaje de reparto y sus propuestas menos confiables en el desarrollo de una dramaturgia muy masticada y la sobreactuación, con premeditación y alevosía, de la actriz Shirley MacLaine.
En 2003, el veterano director Robert Altman nos dio La compañía, obra que se adentra en las peripecias del montaje de un ballet por una agrupación que, entre bastidores, en la vorágine de los ensayos o en la interrelación humana de los bailarines, buscó algunas claves del oficio, hasta entonces poco estudiadas por la pantalla grande. No faltó interés a esta incursión, aunque se advierten en ella ciertas dosis de frialdad y de cálculo y un culto a Terpsícore no ejecutado con todo el rigor necesario.
Otra realización de Hollywood que desató controversias fue El cisne negro (Black Swann, 2010), dirigida por Darren Aronowski, que le reportó un Oscar a Natalie Portman como actriz protagónica. Las crisis que enfrenta su personaje son enfocadas en sus aristas más abisales pero, al ser desenvueltas en un tono de histeria y grandilocuencia, alejan la historia de lo que bien pudo ser su soporte más digno de un análisis medular. El proceso de autodestrucción, no ajeno al masoquismo, de una mujer que ha confundido sus metas profesionales con un ejercicio sin pausas de frustración, inseguridad y desequilibrio, exigía más lucidez en el guion y menos ambigüedad en las imágenes. Las tintas negras acaban por corroer la estructura narrativa y ganan un dudoso terreno henchido de violencias y desafueros. En otras palabras, un caso patológico es desmontado en sus premisas más externas y llega a difuminar las fuentes primarias de su virulencia. Al fondo, la imagen posesiva de la madre trata de infundir credibilidad al conflicto, pero el esquematismo de este personaje (otra barcaza perdida del guion) hace que las alucinaciones y pesadillas de la danzarina, a fuerza de repetirse, provoquen a menudo más irritación que piedad. Pese a los arrestos formales del filme en la fotografía, el sonido y la dirección artística, la agresividad del discurso, por momentos apocalíptico, apenas deja algún resquicio para la calma.
La mejor película relacionada con el ballet en los últimos tiempos procede de Inglaterra, se titula Billy Elliot (en español, Quiero bailar). Fue estrenada en el año 2000 por el realizador Stephen Daldry, cuya agudeza para el estudio de caracteres se confirmaría dos años después con el estupendo filme Las horas. En un pueblo minero del norte del país, el niño Billy Elliot descubre su pasión por la danza, pero choca con los planes del padre, que quiere encaminarlo hacia el boxeo. Sin que el hombre se entere, el muchacho recibe clases de una profesora madura, que confía en sus aptitudes. Un día el padre lo ve bailar y acepta que Billy tiene futuro artístico, lo que conduce a una lucha sin descanso para situar al pequeño artista en el camino adecuado. Este da sus frutos. La cinta concluye con la imagen congelada de Billy Elliot (también congelada fue la del niño Anton Doinel en el clásico Los 400 golpes, de Truffaut, pero en circunstancias totalmente opuestas) en el momento de ejecutar una de sus proezas ante el público que admira el virtuosismo de un adulto consagrado.
La trama, sin duda, se emparenta con incontables biografías de púgiles y peloteros, trompetistas y cantantes, aviadores e inventores, que desde la cima del éxito son devueltos al ámbito de su niñez y adolescencia cuando despuntaban, contra distintos obstáculos, las dotes que los conducirían a la fama. Pero hay algo que otorga ventaja a Billy Elliot: a) no hace concesiones al sentimentalismo prefabricado; b) esquiva cualquier rasgo de fatuidad y egomanía en el retrato de su joven protagonista, mostrado siempre como una criatura que, con naturalidad y sencillez, asume su destino sin los alardes de madurez prematura que han lastrado muchas imágenes de los niños prodigio de celuloide y c) el equilibrio que sostiene la obra entre un ambiente poco estimulante para la vocación artística y el peso de una inclinación permeada de legitimidad y talento. En resumen: autenticidad en el diseño dramatúrgico, alergia a la desmesura dramática, inteligencia en la caracterización de los personajes. La única protesta acerca de la cinta nada tiene que ver con sus valores artísticos: el impresionante debut de Jamie Bell, en el personaje central, que no cede un milímetro al desempeño de sus experimentados compañeros de reparto, no obtuvo una nominación para el Oscar.
Los contactos del cine latinoamericano con el ballet siguen siendo una asignatura pendiente en su trayectoria en el campo de la ficción. En ocasiones, el expediente se reducía a incluir el baile clásico en una secuencia de trámite, dentro de una historia muy ajena a ese arte (recuérdese el ballet incrustado al final de la comedia mexicana de 1942 Los tres mosqueteros, con Cantinflas) o programarlo como refuerzo del corpus dramático (ejemplo típico: el ballet desarrollado en el viejo filme argentino Donde mueren las palabras, dirigido por Hugo Fregonese en 1946). Un pálido acercamiento al mundo de la danza clásica se produjo en estudios bonaerenses a mediados del pasado siglo con Los pájaros de cristal, de Ernesto Arancibia, cinta articulada por el sobado triángulo de la directora de ballet golpeada por los almanaques, el primer bailarín de la compañía y la joven sensación de la danza que se interpone entre los amantes.
Cuba, toda una potencia del ballet, solo cuenta con una muestra, la historia de la traumatizada ballerina que domina una de las secciones de La vida es silbar de Fernando Pérez. El tema, con resonancias de Las zapatillas rojas y del relato El fin de la aventura, de Graham Greene, es tratado con un énfasis en la sensualidad y, al propio tiempo, con un despliegue de sutilezas sicológicas, amor por el detalle y poder de sugerencia (más una adecuadísima Laura Ramos en el personaje central) que su contemplación, a quince años del estreno (1998), conserva su vigor y lozanía.
Si la ficción, en general, ha conocido victorias de relieve y fallos de perspectiva, muchos documentales han reivindicado con autoridad la alianza del ballet clásico con las cámaras de cine.
Obras concebidas, ante todo, para asegurar a la posteridad un testimonio sin fracturas sobre grandes ejecutantes, esos documentales recrean el fenómeno artístico en su inmediatez, su autenticidad y sus enseñanzas. En este sentido, la labor efectuada por los Estudios Centrales de Filmes Documentales en la antigua Unión Soviética puede calificarse de ejemplar. Los nombres de dos ballerinas mundialmente aclamadas: Galina Ulánova y Maia Plisétskaya, ilustran con elocuencia esa tarea de conservación y rescate.
La Ulánova (1910-1992), perteneciente a una familia vinculada al teatro, debutó en escena en 1928 y fue prima ballerina del Bolshói entre 1944 y 1961, año de su retiro, tras lo cual se dedicó a la formación profesional de numerosos bailarines destinados a gozar de merecido prestigio. La pantalla recogió completas sus intervenciones en los ballets Romeo y Julieta, de Prokófiev y Giselle de Adolphe Adam, así como fragmentos de El lago de los cisnes, de Chaikovski, incluidos en la película Los maestros del ballet ruso.
Renombrada por su encanto personal y su habilidad interpretativa, la artista se anotó otros éxitos con La cenicienta y Flor de piedra, ambos ballets de Prokófiev. Señala Elena Lútskaia: “Interpretó durante veinte años a la Julieta de Shakespeare, y su heroína apareció siempre inspiradora, palpitante y luminosa”.
El documental sobre su vida y su obra, de 1963, fue un himno al ballet y un testimonio fehaciente de su existencia cotidiana y su magna labor docente. De paso, el filme permitió confrontar dos versiones diferentes, pero igualmente deslumbrantes, de Giselle: la de Anna Pávlova (conservada en la película El cisne inmortal) y la de la Ulánova (filmada en el Bolshói). No necesita subrayarse la importancia de este hecho, posible gracias al cine.
La Plisétskaia, nacida en 1925, estudió en el Bolshói y se convirtió en solista en 1943. Reconocida como una de las más grandes ballerinas del mundo, ha sobresalido por su impecable técnica y su sensitividad, en un repertorio que abarca La bella durmiente (Chaikovski) y Don Quijote (Mincus), entre muchas otras obras. Intervino, solo como actriz, en la versión de Ana Karenina que realizó Alexandr Zarji en 1967.
El documental que se le dedicó en 1989 la muestra en los momentos en que ensaya junto a la barra de ejercicios, en plena actuación y entre bastidores, en el museo y en su propio hogar.
En Cuba contamos con Giselle, ballet filmado por Enrique Pineda Barnet en 1964, que representa un homenaje a Alicia Alonso en una de sus interpretaciones supremas, acompañada de Azari Plisetski, Mirta Plá, Josefina Méndez, Loipa Araujo y otras relevantes figuras de la danza.
La química entre el ballet clásico y el cine no se logra en la misma forma en que el todopoderoso genio de la lámpara satisfacía los deseos de su amo. Forjar una obra fílmica de alcance y hondura que extraiga vibraciones novedosas del arte desplegado en las tablas por tantos consagrados exige, junto a las habilidades puramente técnicas, sentido estético, dominio de los recursos visuales, cultura general, valoración continua de los fines y los medios y, en la misma medida, esa capacidad de síntesis que sabe combinar música y poesía, plasticidad y prestidigitación, en una propuesta de delectación, planteo y cabotaje. Empresa difícil, sin duda. Pero ya muchos lo han logrado. Ω

12 Comments

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