El rito de los detalles

Por: Antonio López Sánchez

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La sempiterna zorra de Antoine de Saint-Exupéry, entre otras memorables frases, regala a su pequeño príncipe una incontestable sentencia. La raposa, presta a ser domesticada, afirma a su amigo que el corazón necesita de ritos. Por otro lado, hay una vieja máxima, muy usada en el cine o la literatura, que reza más o menos que en los pequeños detalles descansa la grandeza de una obra. Ambas ideas, en marcos más prácticos pero sin despojarlas de sus significados y poéticas interiores, me regresan a la mente luego de ser testigo de un incidente.
Hay instituciones cuyas labores conllevan una determinada imagen, en sus inmuebles y hasta en su personal. Resultan inimaginables, contradictorios per se, un hospital sucio, una funeraria bulliciosa, un cirujano en camiseta o un policía en calzoncillos. El incumplido rigor de sus presencias podría descalificar la valía y seriedad de sus actos, apenas por lo que comunican en una primera impresión. Los que peinan canas recordarán, aunque por suerte podemos ver algunos todavía, las regias construcciones de antiguos bancos y templos que hay en esta ciudad. Solo con entrar, la arquitectura nos remite a la seguridad y al poder, en unos, y a la gigante presencia de Dios en todas partes, en los otros.
No obstante, las condiciones de la Isla han obligado a que muchas instituciones tengan que remitirse a diversos sitios, no siempre ideales. Los propios bancos abundan en construcciones ya muy alejadas de aquellas grandiosas imágenes. Habría que decir con justeza que los niveles de seguridad ciudadana en la Isla, permiten que un banco tenga no más que unas sencillas rejas y un custodio para proteger sus valores y bóvedas. No olvidemos que la protección era uno de los renglones que también requerían de esa magnificencia constructiva de antaño. Sin embargo, aunque el rito de la primera impresión arquitectónica ya no siempre se cumpla, se sigue necesitando de otros detalles, más basados en la eficiencia del funcionamiento.
Hace poco este escriba necesitó cobrar un cheque. En el banco más cercano a mi hogar me dispuse a la gestión. Por fortuna, delante de mí había apenas cuatro personas. Para quienes no estén al tanto, acá va una explicación amateur de cómo es el proceso. El cajero o cajera recibe el cheque y el documento de identidad del interesado. Ingresa el número a su computadora o lo escanea. Comprueba en la máquina que las firmas autorizadas sean las válidas y verifica los datos del portador en todos los asientos. Luego hace efectivo el pago, da una copia de un papel que registra la gestión y es preciso firmar un par de veces. En dependencia de la habilidad del cajero y del funcionamiento del sistema en línea, esta operación debe llevar unos cinco o diez minutos.
Un señor que me precede, arriba a la caja donde una joven compañerita se dispone a pagar los dos cheques que lleva el anciano. Mi optimismo se alegra, pues una cajera joven hará más veloz el trámite, aunque hay otro cajero funcionando de los varios posibles. Sin embargo, la realidad nuestra está, sin dudas, a prueba de optimismos. La muchacha, en primer término, precisa de alzar la voz para comunicarse, pues su ventanilla, rodeada de moderno cristal oscuro, no tiene el agujerito redondo del medio que permite que dialoguen cliente y bancario. Como el señor no tiene buena estatura, no puede hablar por encima del panel. Las palabras se sustituyen entonces por una uña postiza e impertinente con la cual la compañerita golpea el cristal cada vez que necesita preguntar algo al interesado.
Pronto descubrimos, mientras aumenta la cola a mis espaldas, que la cajera tiene un constante intercambio, uña mediante, con un trío de muchachones que la esperan del lado de allá de la caja. La compañerita, dado el alto número de golpes de uña, perdón, de consultas a cada paso, evidentemente no sabe cómo procesar un cheque. Por supuesto, cada aclaración iba acompañada de risas, bromas y burlas de sus improvisados asesores. Como eran dos cheques, esta escena se repitió muchas veces.
Sí hubo un momento de veloz eficiencia. El señor recibió una llamada en su móvil, y la uña, sin que su poseedora se volteara de la consulta que hacía en ese instante, lo llamó de inmediato al orden con repetidos golpes a la ventanilla. No se puede usar el móvil en un banco, aunque usted no haya visto en el lugar alguna señal que alerte de esto.
Fui cercano testigo de todo, porque el cajero contiguo despachó a tres clientes, más este redactor, y comenzó con quien me seguía, justo en el mismo tiempo. Mientras tanto, una empleada, en tonos amables, pedía silencio al público (y discretamente a sus subordinados, presumo), pues “no tenemos climatización”. Debe haber algún precepto científico que afirme que el silencio mitiga el calor, supongo. Al final, el señor, con cara de general en victoria pírrica, se marchó del banco junto conmigo. Gran total de la operación: veintisiete minutos. Y eso, porque la compañerita estaba apurada para ir a almorzar.
¿Por qué un personal que atiende al público tiene que aprender su labor justo sobre el terreno? Es inevitable que un aprendiz de médico deba practicar con un paciente, pero nunca lo hará donde se arriesgue una vida y sin supervisión y riguroso entrenamiento previo. ¿Es tan difícil aprender en frío a procesar un cheque, antes de entrar a la caja? ¿O aprender en caliente, pero con una supervisión seria y un conocimiento anterior, asentado, que agilice el proceso? De hecho, ¿es tan difícil procesar un cheque? Además, aunque debe ser en un banco y en todas partes, un sitio donde se maneja dinero debe entrenar a su personal en dos o tres mínimas actitudes para tratar a sus clientes y en la imagen que deben mostrar. ¿Cómo sentirse seguro sabiendo que nuestros fondos y ahorros se manejan a golpes de uña y risotadas? ¿Por qué el tiempo de aprendizaje tiene que ser sobre el tiempo del cliente?
Cualquiera podrá añadir detalles que faltan en los ritos institucionales de cada día. Podemos agregar un par más, a guisa de muestra. En varios bancos habaneros se ha instalado un moderno sistema donde cada cual, a la entrada, recibe un número de turno y es guiado al sitio que le toca, según la gestión que precisa cada cliente. Esto es muy útil. Usted sigue la pantalla con los números y no tiene que estar pendiente de nadie, delante o detrás, si se fue o se quedó, si aquel venía a lo mismo o a otra cosa. Además, se elimina la posibilidad de que alguien “se cuele”. Sin embargo, el caos sobreviene cuando sale un empleado de una sección equis y, sin saber la cifra de turno que exhibe la pantalla, pregunta a quién le toca. ¿Para qué implementar un sistema funcional y útil si se echa por tierra la mejoría por la propia acción y desconocimiento de los trabajadores?
Mi madre, antes de poder estudiar Contabilidad, por un tiempo fue dependiente en una tienda llamada Inclán, de ropa femenina. En aquel entonces, las empleadas estaban obligadas a usar maquillajes y peinados de peluquería. El establecimiento hacía una rebaja para que las muchachas pudieran comprar ropas adecuadas para trabajar. Tenían permitido usar únicamente sayas y blusas, en color blanco para el verano y negro para el invierno. Solo podían sentarse si no había clientes en la tienda. Por supuesto, debían intentar complacer y tratar a las personas con toda amabilidad y su tarea era, por sobre todas las demás, atender a la clientela.
No vale la pena enumerar las causas, materiales y sociales, que degradan hoy el funcionamiento institucional cubano. Algunos deberes y actos no dependen de las carencias o la calidad de uniformes y peinados, aunque también la buena imagen es parte de un buen servicio, en todo sitio. Sin fijarse en el uso de los uniformes, enumere en cuántos lugares de atención al público, la empleomanía no tiene amables maneras; escucha música, y casi siempre mala música, a niveles sobrehumanos que impide la comunicación a empleados y clientes; conversa o responde al teléfono o hace cuentas o chistes antes de atender a las personas, entre otras mil ineficiencias. Dígase de paso que con una palabra amable, con un buen trato, con hacer ágiles y concisas las acciones para el público, se pueden sustituir o paliar calores, lugares inadecuados, escaseces, productos de menor calidad y presencias menos vistosas.
Alguien podrá decir, con toda razón, que, total, para el sueldo que se gana, quién quiere trabajar bien. Qué importa. Puede que sí. Sin embargo, cuando aparezca el petróleo, florezca la agricultura, se acabe el bloqueo y mejoren los sueldos y condiciones, estará tan enraizado el mal modo de hacer que ya no tendrá remedio. Será como una segunda piel la desidia, el qué me importa, incluso con buenas condiciones de trabajo y sueldo. Mire alrededor, en negocios privados, en algunas obras con inversión extranjera y notará que ya está empezando a ocurrir. Para no hablar del valor humano, moral, ciudadano, para con uno mismo y para con su prójimo que representa, sencillamente, trabajar bien y hacer lo que le toca a cada uno.
Ese día, de regreso a mi casa, en un terreno de béisbol cercano, me detuve un poco a ver jugar a unos niños. Era algún tipo de torneo oficial, pues todos iban uniformados y había árbitros y demás. Además, todos eran muy pequeños, quizás siete u ocho años. Daba gusto ver cómo se entregaban, cómo estaban pendientes de cada jugada, cómo, en cada mínimo detalle, dejaban entrever su amor y dedicación al equipo y al deporte. Todos para uno y uno para todos, se mostraban en rito vívido, pleno, para nada forzado sino disfrutado. A pesar de las realidades, una brizna de fuego trató de encender de nuevo mi optimismo. Quién sabe. A lo mejor, todavía hay remedio. Ω

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