Los calderos de Librada

Por: Jesús Arencibia Lorenzo

Los calderos de Librada (Foto Yohana Pérez Monrabal)
Los calderos de Librada (Foto Yohana Pérez Monrabal)

Puede renunciar al oro.
Jamás al dorado sueño.
Jesús Orta Ruiz
(Indio Naborí)

Es una ristra destellante, una fila impecable de aluminio y hierro relucientes, colgados en alto con pulcritud y milimétrico goce. Debajo, sobre una mesa, también metálica, otra de las vasijas, no menos lustrosa, se deja calentar las entrañas para hervir blanquísima leche, ordeñada ese día.
“Los calderos de Librada”, me dice Yohana, su hija, mientras extiende el celular con una sonrisa de orgullo, que le amanece el rostro. Y yo, que no conozco a Librada, ni sé de ella más que su condición de buena mujer, excelente madre, exigente ama de casa y vecina del kilómetro 14 de la pinareña carretera a La Coloma –un paraje rural de los tantos macondianos que habitan la Isla–; yo que no sé nada de sus gustos, preocupaciones o desvelos, siento de inmediato una corriente de admiración y orgullo por esa hilera de pureza mineral.
En el campo cubano, a contrapelo de todas las penurias, un sello distintivo de muchas humildes viviendas es el brillo de sus calderos. Puede tratarse de una casita de madera, con el techo agujereado y un fogón de leña o carbón plantado como monarca en la cocina o el patio trasero; pero los calderos, esa redondez humeante en torno a la cual crece la familia, a golpe de rollos de alambre o estropajos con arena y ceniza, no dejan caer su fulgor.
“Cada uno tiene su función”, apunta Yohana, mi amiga y colega, y señala el del fondo más protuberante. “Ese es para el guiso”, sentencia. Y ya puedo imaginarme a la familia jaranera, encabezada por Librada y Jorge Luis, alrededor de la mesa, sirviendo las palabras y los afectos junto al caldo portentoso, y compartiendo la honradez del bocado hasta con los amigos y vecinos que pasen y quieran sumarse.

Y sí, puede que haya mucho de sobrecarga para la mujer y de patriarcal injusticia y anacrónicos prejuicios replicados por siglos en los poblados de tierra adentro. Pero también, intuyo, hay una felicidad cierta, una sencilla y valerosa manera de encarar la vida –que no se receta en Facebook, ni se apellida gmail.com.
Cada jornada, cuando Jorge Luis desenyuga los bueyes, a las tantas de la noche, y su esposa destierra antes de dormir el tizne que se pegó a sus calderos, algo en la armonía del hogar quedará otra vez en su sitio, para enfrentar, con el sol, los nuevos horizontes. Otra simple y decisiva batalla “librada” y ganada al desamor. Ω

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