El amargo encanto de la máquina de escribir

Por: Gabriel García Márquez

palabra nueva

Cuando la tecnología se atrinchera con un poder que, a claras luces, permite un hacer más rápido y… ¿mejor?, vale evocar a las compañeras de viaje de muchos escritores: las máquinas de escribir. Porque si bien las computadoras actuales han reemplazado hasta en el recuerdo el sonido galopante de aquellas grandes señoras repletas de teclados, su sutil encanto aún hechiza cuando las descubrimos dueñas completas de una hoja sobre la cual lanzaba su imaginación Gabriel García Márquez. Los siguientes fragmentos forman parte de un artículo publicado en el periódico cubano Juventud Rebelde, el 13 de diciembre de 1987.

No es frecuente que los escritores que escriben a máquina lo hagan con todas las reglas de la mecanografía, que es algo tan difícil como tocar bien el piano. El único que yo he conocido capaz de escribir con todos los dedos y sin mirar el teclado, era el inolvidable Eduardo Zalamea Borda, en la redacción de El Espectador en Bogotá, quien, además, podía contestar preguntas sin alterar el ritmo de su digitación virtuosa. El extremo contrario es el de Carlos Fuentes, que escribe solo con el índice de la mano derecha. Cuando fumaba, escribía con una mano y sostenía el cigarrillo con la otra, pero ahora que no fuma no se sabe a ciencia cierta qué hace con la mano sobrante. Uno se pregunta asombrado cómo su dedo índice pudo sobrevivir indemne a las casi 2 000 páginas de su novela Terra nostra.
En general, los escritores a máquina lo hacemos con los dos índices, y algunos buscando la letra en el teclado, igual que las gallinas escarban el patio buscando las lombrices ocultas. Sus originales suelen estar plagados de enmiendas y tachaduras, y en un tiempo fueron el horror de los linotipistas, que tantos y tan útiles secretos del oficio nos enseñaron en la juventud, y que hoy han sido reemplazados por las hermosas mecanógrafas de la composición fotográfica, que ojalá nos enseñaran también otros tantos y apetitosos secretos de la vejez. Algunos originales eran tan difíciles de descifrar, que muchos escritores tenían que ser encomendados siempre a un linotipista de cabecera que conociera a fondo sus jeroglíficos personales. Yo era uno de aquellos escritores, pero no por lo intrincado de mis originales, sino por mis desastres ortográficos, de los cuales no estoy a salvo todavía en estos tiempos de gloria.
Lo peor es que cuando uno se vuelve mecanógrafo esencial ya resulta imposible escribir de otro modo, y la escritura mecánica termina por ser nuestra verdadera caligrafía. Hasta el punto de que hace falta la ciencia para interpretar el carácter de un escritor por las alternativas de la presión que ejerce sobre el teclado. En mis tiempos de reportero juvenil, escribía a cualquier hora y en cualquiera de las máquinas paleolíticas de la redacción de los periódicos, y en las cuartillas de un metro que cortaban del papel sobrante en la rotativa. La mitad de mi primera novela la escribí en ese papel en las madrugadas ardientes y olorosas a miel de imprenta del periódico El Universal de Cartagena, pero luego la continué en el dorso de unos boletines de aduana que estaban impresos en un papel áspero y de mucho cuerpo. Ese fue el primer error; desde entonces solo puedo escribir en un papel como ese: blanco, áspero y de 36 gramos. Después tuve la desdicha de conocer una máquina eléctrica que no solo era más fluida, sino que parecía ayudarme a pensar; ya no pude usar nunca más una máquina convencional.
El tiempo agravó las cosas: ahora solo puedo escribir en máquina eléctrica, siempre de la misma marca, con el tipo de la misma medida y sin un solo tropiezo, porque hasta el mínimo error de mecanografía me duele en el alma como un error de creación. No es raro, pues, que el único cuadro que tengo frente al escritorio donde escribo sea el afiche de una máquina de escribir destrozada por un camión en medio de la carretera. ¡Qué dicha! Ω

16 Comments

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