La fuga de las golondrinas

Por: José Antonio Michelena

La gastronomía y las marcas del tiempo

 

Nada expresa mejor la realidad que una frase popular. Esa síntesis de situaciones sociales, políticas, económicas, deportivas, generalmente cargada de humor, que extrae la esencia de los hechos y ofrece, en muy pocas palabras, una definición, un juicio, un estado de opinión, difícil de superar.

Hace unos cuantos años atrás se introdujo, en la fraseología del cubano, la expresión Di tú y no es pollo, para resaltar algo que llamaba mucho la atención y resultaba insólito. La frase estaba construida con el nombre de esas cafeterías que proliferaron en las dos últimas décadas y que ahora están ingresando al inventario de pérdidas, como los libros baratos, o los cines de barrio.

Ver ese Ditú que está en la foto me produjo un sentimiento de pesar. Había caminado hasta allí, después de varios meses, por pura inercia, soñando con el milagro de encontrar croquetas, albóndigas, chorizos…, sub productos de pollo, puesto que el pollo estaba descartado.

Pura ilusión. Las cercas anuncian que hay una instalación allí, pero nada más. Al parecer, los Ditú se sumarán a la larga lista de fantasmas gastronómicos del espacio público, como los Mar init, los Pío Pío, las hamburgueseras, las ostioneras…, para no ir demasiado lejos.

Cada época, en las últimas seis décadas, ha tenido su marca en la gastronomía popular. Los sesenta vieron florecer una cadena de pizzerías que, quienes no las conocieron, no pueden siquiera imaginar. Una pizza y un spaguetti —de calidad— y una cerveza, al precio de $3.00, parece ciencia ficción. Aquellos establecimientos subieron un nivel una década después en las llamadas pizzerías especiales, con más altos precios. Luego, la pizza fue perdiendo atributos y encareciéndose a medida que pasaban los años, hasta llegar a lo que tenemos hoy.

Esa propia década (los sesenta) nos trajo los Mar init. ¡My god! Pargos, agujas, dorados, chernas, calamares, langostas, camarones… Fritos, asados, empanados, enchilados, seviches…, al alcance de los bolsillos obreros y estudiantiles. Una rueda de pargo $1.40. Parece otra invención de la memoria. Con los Mar init pasó algo parecido a lo sucedido con las pizzas de $1.20. Llegaron hasta el umbral de los noventa, pero muy maltrechos.

En los setenta aparecieron los Pío Pio. Qué delicia aquellas postas de pollo frito con papas crujientes y la infaltable cerveza. La amplia cancha de L y 17 me tenía de punto fijo más de una vez por semana antes de ir a la universidad. Los Pío Pío naufragaron también en el sunami de los noventa, aunque quedan sus cadáveres expuestos por ahí.

En las vacas gordas de los ochenta, cuando el petróleo del CAME entraba por tubería gruesa, cuando los súper mercados estaban atestados de productos del campo socialista (mesa eslava, pollo a la jardinera, confituras…), convivían todas esas criaturas de la gastronomía popular, de consumo rápido, al tiempo que proliferaron los restaurantes de más caché, muchos de reservación por teléfono, como La Torre de Marfil o La Divina Pastora.

Fue en los ochenta (aunque quizás vengan de más atrás) cuando descubrí las tabernas de las fortalezas, tanto las del otro lado de la bahía, como las del lado de acá. Eran sitios encantados, ideales para tomar vino y compartir en pareja o en grupo, lo más parecido que tuvimos aquí (en lo que al ambiente se refiere) a los Pubs británicos, además de La Taberna Checa, que duró muy poco.

Pero si tengo que nombrar un símbolo de la gastronomía en los ochenta, uno solo, en La Habana, para mí es el restaurante Moscú. Ubicado en la edificación que ocupara el cabaret Montmartre, estaba diseñado, pensado, ambientado, a escala gigante, a la usanza rusa: cancha enorme, amplia pista de baile, multitud de mesas, carta con numerosos platos, comida abundante, excelente y barata, y una perenne bulla en el salón, una alegría propia de bailadores de polka y tomadores de Vodka. En el fuego que lo consumió ardió una época. Proshai Moskva.

Los noventa representan la orfandad alimentaria (y de todo tipo) que nos cayó encima. La marca de la gastronomía popular de esa década está en consonancia con esa pobreza: las hamburgueseras. Ellas se apropiaron de los espacios de restaurantes y cafeterías y llegaron para ofrecer algo cuando no había prácticamente nada que llevar a la mesa, pero aquella rara mezcla de carne y soya nunca gustó. Fue un recurso de sobrevivencia como las ollas colectivas en los refugios.

En las décadas siguientes, en el nuevo siglo, todo es muy confuso. Los cuentapropistas fueron suplantando a los establecimientos gastronómicos del estado, los cuales han estado a la saga. Con todo a su favor, las cafeterías, pizzerías, restaurantes estatales, han sido, sin embargo, los grandes perdedores. En cambio, paradójicamente, sin un mercado mayorista que los provea, los cuentapropistas han impuesto su ley, sus precios desorbitados, y el cliente, la población, ha pagado los platos rotos (nunca mejor dicho), la desidia y la torpeza de la gastronomía estatal. Las cafeterías y restaurantes –las llamadas paladares– de los cuentapropistas marcaron estos últimos años.

¿Y cuál será la marca de la gastronomía en este hueco del tiempo? Impedidos de acudir a restaurantes, pizzerías y cafeterías, ahora nos vemos obligados a comprar para llevar, o encargar los pedidos por teléfono, con el encarecimiento correspondiente de esta última opción. Hubiera sido el momento de lujo para las compras en línea, pero la mala calidad del internet local, y los altos costos del producto y la mensajería, lo convierten en un servicio de minorías, nada popular. Entonces, ¿qué tipificará la gastronomía de estos años pandémicos? No tengo respuesta. En todo caso, la comida como fiesta de los sentidos, no está presente, es una ausencia. Solo nos alimentamos –como podemos– para seguir vivos.

Como las golondrinas en el poema de Gustavo Adolfo Bécquer, volverán las cafeterías, restaurantes, y pizzerías, en sus espacios comidas a brindar, pero aquellas de un tiempo ya distante, esas no volverán.

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