De la Biblia: Jesús y el Reino de Dios

Por: diácono Orlando Fernández Guerra

El ministerio público de Jesús despertó ciertas esperanzas entre sus discípulos y los más pobres de Israel, pues aparecía como el heredero de las tradiciones sobre el Reino de Dios. Su proceder materializaba la figura mesiánica anunciada por el profeta Isaías: “Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: ¡Ya reina tu Dios!” (Is 52.7). En un inicio parecían quedar colmados los anhelos más profundos del pueblo, sobre todo entre la gente sencilla, pues le vieron decir y hacer algo inenarrable.

A pesar de que Jesús agregaba a esto la novedad de su persona, sin embargo, desconcertaba, por lo que recibía a su vez desaprobación: “¿Acaso no es este el hijo de José?” (Lc 4.22), y gozosa aprobación: “Aquel de quien escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado, es Jesús, el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1.45).

El pueblo conocía las historias patriarcales y la epopéyica salida de la esclavitud de Egipto lideradas por Moisés. También, que el Mesías nacería del linaje de David, tal como anunciaron los profetas. Sabía, además, la historia de la vuelta del destierro bajo los liderazgos de Esdras y Nehemías, así como la heroica lucha de los macabeos frente al invasor griego. Ahora, en la plenitud de los tiempos, Dios les envía a su propio Hijo que se presenta como el “Hijo del Hombre”, conocido por las profecías de Daniel y Ezequiel (Dn 7.13; Ez 3.1,4,10,17; 4.1; Mc 2.28; 10.45; 14.62, etc.). San Mateo lo cita en treinta ocasiones; Marcos en trece, Lucas en veintiocho y Juan en doce. En total ochenta y tres veces en los cuatro evangelios. Amén de que el libro de los Hechos lo referencia en una ocasión (Hch 7.56) y el Apocalipsis en dos (Ap 1.13; 14.14).

Esta es la razón por la que su predicación despierta interés entre el pueblo; porque tocaba las fibras más íntimas de la esperanza judía. Cuando Él hablaba sobre el Reino de Dios, en sus parábolas revitalizaba lo que cada sábado se discutía en las sinagogas. Pero este Hijo del Hombre deshará los estereotipos cuando visite la Sinagoga de su pueblo. Allí dejará claro que su misión no consistirá en una más rígida observancia de la Ley mosaica, ni en la multiplicación de los sacrificios del Templo (Lc 4.16-21), pues trae consigo un anuncio de paz, misericordia y perdón, incluso para con los enemigos (Mt 9.13).

Así cuando anuncia la inminencia del Reino y llama a la conversión (Mc 1.15) estaba abriendo un camino distinto del esperado. Su comportamiento con los pobres, los enfermos y cuanto sufriente se cruzó en su camino, puso de manifiesto la misión que el Padre le había encomendado. Y para cumplir con esto desobedeció los convencionalismos religiosos de su tiempo: comió con publicanos (Lc 9.15) y pecadores (Mc 2.16), sanó a leprosos (Mt 11.5; Lc 17.12), exorcizó endemoniados (Mt 8.16; 28; 33; Mc 1.32), bendijo a los niños (Mt 19.13-14), resucitó a una niña muerta (Mc 5.35-42) y se dejó tocar por mujeres impuras (Mt 9.20; Lc 7.37). Y algunos de estos milagros los realizó en sábado, porque el Hijo del Hombre es Señor del sábado (Mc 2.28; Lc 6.5).

Para los fariseos y otros grupos religiosos, resultaba escandaloso e intolerable que este Hombre fuera el escogido por Dios para inaugurar su reinado eterno. San Pablo hace patente el misterio de su encarnación cuando nos dice que Dios ha escogido a uno “nacido de mujer” (Gal 4.4) y “semejante en todo a los hombres” (Flp 2.7). Y es que su proceder no mostraba otra cosa que debilidad política frente al invasor romano y el pueblo esperaba un Mesías político y liberador. La esperanza del pueblo se transparenta en la frase que dirigen los discípulos de Emaús al peregrino que les acompaña: “Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel del invasor romano” (Lc 24.21). Esta teología no tenía en cuenta que la sabiduría, la fortaleza y la gracia se experimentan a través de la debilidad (1 Cor 1.25; 12.9).

Ahí radicaba el misterio de la encarnación del verbo que ellos no pudieron apreciar ni disfrutar (Jn 1.14-18). Por eso, su invitación a la conversión y a la fe (Mc 1.15), son las dos únicas condiciones para participar de la cercanía del Reino. Cuando tratan de desacreditarle acusándole de ser un instrumento de Satanás les dice: “si expulso a los demonios con el Espíritu de Dios, es señal de que ha llegado a ustedes el reino de Dios” (Mt 12.28). Al final de su vida le dirá a Pilato: “Tú lo dices: yo soy rey, para esto he nacido y para esto he venido al mundo” (Jn 18.37). Y el buen ladrón clamará desde la Cruz: “Acuérdate de mí, cuando vengas con tu reino” (Lc 23.42). Ω

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