Sin necesidad de recurrir a las cifras del último censo de población, solamente por pertenecer a la generación de más de sesenta años –esa que era niña en 1959–, se palpa la soledad actual de este grupo etario. Al conversar con amigos comunes, antiguos compañeros de estudios encontrados de manera fortuita, la mayoría posee el mismo dominador común: hijo fuera del país, nietos nacidos allende los mares. Se ha convertido, no hay dudas, en un problema generacional.
La causa principal es fácil de encontrar: la emigración de los jóvenes en busca de mejores oportunidades. Ellos son aquella generación crecida con dibujos animados y filmes rusos que se hizo universitaria aspirando a un futuro decoroso. Por desgracia, se cayeron el muro y las utopías.
El exilio autoimpuesto en busca de mejorías económicas ha conducido a la escisión de las familias, a la soledad de los padres –en algunos casos queda únicamente uno de los dos– y también, al hecho de privarlos de la compañía y cariño de los nietos.
Esta llamada eufemísticamente “tercera edad” se encuentra con sus hijos viviendo en países lejanos, con nietos desconocidos cuya lengua materna, en algunos, no es el español.
Gracias a las maravillas de las nuevas tecnologías, las abuelas y/o abuelos conocen a sus nietos por las fotos digitales, es decir, de manera virtual, existencia aparente y no real. Muchos abuelos los ven tras la pantalla de un celular o la computadora –si no los tienen siempre está el amigo que se ofrece– sin poder abrazarlos, besarlos, brindarles las carantoñas que de padres brindaron a sus propios hijos; en fin, pierden la bendita oportunidad de ser padre dos veces y de… malcriarlos, que para eso están los abuelos.
Hay un grupo afortunado que puede viajar al extranjero (oportunidad ahora limitada por la covid-19) para conocer al nieto. Después de los estresantes trámites de viaje, incluyendo el vuelo en avión, llega extenuado pero feliz, a conocer a su nieto, ese niño que se pregunta quién es esa señora o señor que ha llegado a su casa –aunque sus padres le hayan contado– y le resulta un completo extraño (porque casi siempre tiene otros abuelos de su país de nacimiento); luego, de acuerdo al tiempo de la visita, el niño puede llegar a conocer a su abuelo(a) y hasta encariñarse con él… y es en ese preciso instante que el abuelo(a) tiene que regresar.
Queda otra opción: la visita. Llegan por una semana, o quince días, a disfrutar de las playas, o de cualquier tipo de recreación, no les queda más remedio que cargar con los abuelos para que se familiaricen con los nietos. Pero los niños están deslumbrados con un mundo desconocido, por lo que prestan poca atención al abuelo(a) que se convierte en un acompañante más, eso en el mejor de los casos, porque si el abuelo(a) padece alguna enfermedad que lo limite, entonces todo se circunscribe a una simple visita hogareña.
Existe otra tercera opción: el abuelo(a) emigra también, porque qué va a hacer solo en su casa… Allí ahorrará a los hijos el dinero de guarderías o canguros que cuestan una fortuna, y su vida se ceñirá al cuidado de los nietos y a ayudar en la casa. Si el anciano fue durante su vida un profesional activo, este papel en el final de sus años no le será muy de su agrado, pero quizás se conforme. Mientras tenga salud, todo marchará sobre ruedas. Sin embargo, por lógica de la vida, enfermará y fallecerá. Pobres abuelos, se irán a la Casa del Señor, con la gran culpa, sobre sus hombros, de haber dejado endeudados a sus hijos.
Sin pecar de pesimista, esta es la realidad de la mayoría de las personas de la tercera edad. Ellos, los hijos, se van con la promesa de que nos son más útiles fuera por las remesas que pueden enviarnos –por desgracia, algunos no lo hacen–, y me pregunto si acaso es comparable el dinero o los objetos enviados con la frase de cariño, de aliento, que brindan los hijos en el roce diario.
“¡Cuba, cuida a tus familias!”, exhortaba san Juan Pablo II el siglo pasado durante su visita pastoral a la Isla. A él le oramos para que nos siga fortaleciendo en tan arduas circunstancias.
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