Quedarse en Cuba, además de los esfuerzos del día a día, genera también consecuencias espirituales. En una población que envejece veloz, cada vez son más los hogares donde sucede el llamado síndrome del nido vacío. Padres y abuelos, cuyas edades no les permiten la ida para llegar a luchar y trabajar en otros cielos, se quedan aquí, con alguno de los hijos, o con ninguno, pues los jóvenes se marchan. Las sillas familiares vacías de cada domingo, no pocas veces duelen más que cualquier carencia material. En algún texto, el escritor Leonardo Padura decía que nuestro país padecía de una permanente excepcionalidad. Ese estado de perenne crispación, que a golpes de humor y de ironía tratamos de olvidar y de navegar, parece a ratos no abandonarnos nunca. El deseo de que, alguna vez, la normalidad, la calma, algo de paz toque por fin a nuestras puertas isleñas y se instale del lado de acá de las aguas que nos rodean, es de esas esperanzas que no deben apagarse. Tal vez así, irse o quedarse a vivir en esta hermosa tierra, no serían decisiones extraordinarias o signadas como solución a muchas necesidades de todo tipo. […]