Verbos y vestiduras: quedarse (II)

Por: Antonio López Sánchez

En la mesa del domingo

hay dos sillas vacías.

Carlos Varela

 

Como ya se ha dicho, la decisión de partir rumbo a otras tierras ha gravitado sobre muchas personas en las últimas décadas en Cuba. Sin embargo, esa decisión también tiene su contraparte. Los que no se van, se quedan. Y quedarse a vivir en este país, otra vez sea dicho, como sucede en pocas partes del mundo, es una decisión que conlleva muchos precios.

De mis años de estudiante universitario, mientras vagábamos en tardes y noches sin fin por predios habaneros intelectuales y de la bohemia cultural, recuerdo un diálogo del que fui testigo. En sitios como el patio de la UNEAC, no era raro que alguna figura importante de nuestras letras, cámaras, artes o acordes, con una obra hecha, se sentara y compartiera la mesa con el puñado de estudiantes ávidos de saber e hipercuestionadores de todo, que resultábamos en aquella dura y confusa década de los noventa. En una de esas ocasiones, un importante intelectual cubano le explicaba a un atónito visitante europeo las consecuencias negativas de su decisión de quedarse en Cuba.

Nunca lo dijo, pero creemos que era su indoblegable, visible y siempre renovado amor por las cubanas la razón principal de su apego a este país. Sin embargo, aquella tarde escuchamos, uno a uno, los resultados de su decisión. Aquel erudito, ya sexagenario, que viajaba, que publicaba libros, no había podido hacerse de una casa con buenas condiciones y el espacio suficiente. Por tanto, no había podido tampoco tener descendencia. Por supuesto, el cobro del derecho de sus libros publicados aquí, no le permitía adquirir un automóvil, lo que también limitaba su participación en la vida cultural de la ciudad y su propia vida diaria, en tiempos de guaguas repletas y bicicletas que ya resultaban incómodas a su edad. Más de una vez, fueron amigos y entidades foráneas las que pagaron sus boletos y hospedajes para que participara en conferencias y otros eventos en el exterior, pues su sueldo en moneda nacional noventera no permitía ni en sueños acercarse a un avión. Casi huelga decir que, en tales predios, siempre representó con dignidad y altura intelectual nuestra cultura. Es menester agregar que, aunque cubano hasta el tuétano, su postura poco complaciente, su hábito de asumir y defender sus verdades en cualquier escenario sin escatimar argumentos, le hacían poco acreedor del cariño institucional de ciertos sectores.

Ante tal evidencia, quedamos atónitos. Si un intelectual de ese calibre vivía de tal modo, qué podríamos esperar nosotros. Quizás la mejor respuesta es que, de aquel vasto grupo de estudiantes, apenas unos pocos, tranquilamente acomodables en los dedos de una mano, seguimos hoy en Cuba.

Porque sí, quedarse implica precios casi tan altos y complejos como irse. Un periodista extranjero me comentaba una vez que la vida en Cuba es tan cambiante que los cubanos no nos damos cuenta de cuán preparados estamos para los cambios y de cómo los asumimos sin traumas. Sin embargo, por desgracia, no siempre apuntan a lo positivo los cambios en la Isla. Hasta aquellos que deben en su momento remediar serios desajustes, por algún hado siniestro, o por humanas demoras, desidias o limitaciones, de pronto se ralentizan, se entrecruzan y no acaban de cuajar sino tras largo padecer, o no cuajan nunca y se recomienza el ciclo.

Quedarse en Cuba implica, no para todos, pero sí para muchos, enfrentar a una vida diaria cada vez más dura. Los precios altos y los productos cuyo valor se dispara contra salarios insuficientes; los servicios que mal funcionan, que nunca alcanzan o que desaparecen sin más contra la imperiosa necesidad de estos; escasez y soluciones ante esta, que nunca son las ideales, ni siquiera las adecuadas, sino las que hay, las que se pueden, son el paisaje diario de nuestro entorno.

Como aquel intelectual de la anécdota, conocemos maestros, profesionales de diversas y a veces muy complicadas materias, cuya enseñanza y alta calificación fue costosa y que en otros lugares vivirían muy bien, pero que se quedaron aquí. Muchos echaron pie en tierra y atesoraron logros colectivos, aportaron sus saberes y trataron de ayudar a hacer una vida mejor para su país. Otros, tuvieron menos éxito o cayeron víctimas de planes malogrados, ideas que no se ejecutaron, proyectos fallidos o simple cansancio.

Quedarse, además de los esfuerzos del día a día, genera también consecuencias espirituales. En una población que envejece veloz, en cada fecha son más los hogares donde sucede el llamado síndrome del nido vacío. Padres y abuelos, cuyas edades no les permiten la ida para llegar a luchar y trabajar en otros cielos, se quedan aquí, con alguno de los hijos, o con ninguno, pues los jóvenes se marchan. A veces reciben remesas, a veces sin nada. Las sillas familiares vacías de cada domingo, no pocas veces duelen más que cualquier carencia material. Incluso con almuerzo pobre, de seguro preferirían contarlas todas ocupadas. Sin sumar que, ese mismo padre o abuelo, debe garantizarse al día siguiente su sustento y volver a un ruedo cada vez más difícil.

La vida gira entonces un poco alrededor de una llamada, del viaje de visita, de los rencuentros. No siempre quien emigra puede llevarse a sus familiares, o la edad o las enfermedades de estos tampoco permiten adaptarse a otros climas, otras costumbres. Quedarse también engendra distancias, soledades, pesares.

En algún texto perdido en mis archivos y en mi memoria, no recuerdo bien si periodístico o como entrevistado, el escritor Leonardo Padura decía que nuestro país padecía de una permanente excepcionalidad. Ese estado de perenne crispación, que a golpes de humor y de ironía tratamos de olvidar y de navegar, parece a ratos no abandonarnos nunca. El deseo de que, alguna vez, la normalidad, la calma, algo de paz toque por fin a nuestras puertas isleñas y se instale del lado de acá de las aguas que nos rodean, es de esas esperanzas que no deben apagarse. Tal vez así, irse o quedarse a vivir en esta hermosa tierra, no serían decisiones extraordinarias o signadas como solución a muchas necesidades de todo tipo. En un país normal, sin escasez, sin colas, sin bloqueos, en el que escoger dónde vivir fuera una decisión más y no algo trascendente y casi épico, de seguro pesarían menos en el alma las sillas familiares vacías del domingo. Incluso, tal vez aquí o allá, de seguro estarían todas ocupadas con mucha más frecuencia. Ω

Se el primero en comentar

Deje un comentario

Tu dirección de correo no será publicada.


*