Verbos y vestiduras: irse (I)

Por: Antonio López Sánchez

Sandra Ramos Lorenzo (La Habana, 1969). “La maldita circunstancia del agua por todas partes”, 1993. Calcografía sobre papel; 682 x 988 mm. Arte Contemporáneo (1979-1996). Colección Arte Cubano.
Sandra Ramos Lorenzo (La Habana, 1969). “La maldita circunstancia del agua por todas partes”, 1993. Calcografía sobre papel; 682 x 988 mm. Arte Contemporáneo (1979-1996). Colección Arte Cubano.

hay una foto de familia
donde lloramos al final.

Carlos Varela

 

Tal vez en nuestro país, como quizás en pocos sitios del mundos, la elección de irse a vivir a otro sitio, o quedarse en este, ha tenido múltiples y complicadas connotaciones, en especial en las últimas seis décadas. Un proceso universal, natural, como el de la emigración (y que, en aras de la supervivencia y de mejores condiciones de vida, más allá de lo social está inscrito en nuestros genes animales), en Cuba ha resultado, por momentos, lo mismo silenciado o enrarecido que hasta buscado o celebrado.
Más allá de los sistemas sociales donde uno viva, la condición de isla de seguro influye en la percepción psicológica que tenemos acerca de ir a otro sitio. Donde no existe la maldita circunstancia del agua por todas partes, tal diría Virgilio Piñera, con caminar hacia delante basta. Usted cruza una frontera, otro de esos diabólicos inventos humanos que separan, y ya está en otro país. Aunque el suelo y el aire sigan con los mismos colores, olores o climas, alguna marca, quizás otro idioma, le darán la bienvenida a un nuevo lugar más o menos parecido al suyo de origen. Aquí, las costas son los umbrales que marcan el principio y el fin de todo viaje. El horizonte es siempre una pregunta, una cortina que esconde un más allá tentador o demoníaco, según lo vea el criterio de cada cual.
Lo cierto es que irse, esa decisión tan propia y personal, en nuestro país reviste caracteres muy especiales. Tal acto, en sus connotaciones sociales más públicas, puede convertir por igual en héroe o en villano (o en las dos categorías) a quien la asume. La ideología, la economía, las posturas públicas aquí y allá, las actitudes, comportamientos y filiaciones de la persona, también aquí y allá, todos esos ingredientes hacen una complicada mezcla, única para cada caso.
Sin embargo, y mirando algo más lejos que el logro del éxito o del fracaso luego de la ida, hay algunos componentes de la historia que son poco o nada vistos. La decisión de una persona de cortar sus raíces, de dejar atrás infancia, recuerdos, hábitos, lugares, su cultura, el aire que le ha rodeado desde el nacer hasta la ida, seguramente debe causar desgarrones y rotos en algún rincón interior. En el sitio hondo donde se guardan las memorias, seguramente empieza a crecer un forzado callo que trata de cerrar cualquier derrame sentimental y subsanar así las posibles flaquezas.
Algunos se defienden borrando toda conexión y apagando recuerdos, comidas, músicas y se reconvierten al nuevo lugar y a sus costumbres con todas las fuerzas, sin mirar atrás. Otros se erigen en la ayuda que salva a familias enteras y, a fuerza de ininterrumpido y sacrificado trabajo, arman las salvadoras remesas que mantienen a flote no pocas economías hogareñas de este lado. Los hay que, escudados en la política, esgrimen entonces el odio y, aunque hasta ayer fueran de los más callados y quietos, hoy incitan, agreden y juzgan a grito pelado desde redes y páginas digitales. Lo peor, es ese tono imperativo y falsamente patriotero con que empujan y acusan a quienes, de este lado, están demasiado ocupados en el sustento diario como para formar parte de las mil y una revueltas que se organizan desde seguras orillas y pantallas de computadoras.
Otro odioso reverso está en quienes han decidido borrar legados, obras y significados, que no pertenecen a nadie en particular, sino a todo un pueblo. Decidir que tal música, tal cuadro, tal obra literaria, tal jonrón, tal hecho histórico donde estuvo tal persona, debe desaparecer o debe recortarse de las memorias de un país, es una acción de las más viles que pueden cometerse con un semejante. Borrar la historia es también borrar esencias, raigambres, prosapias. No se hace mejor una nación por desaparecer sus lados supuestamente oscuros, o más bien, aquellos lados opuestos o catalogados como incorrectos por un sistema social o época determinada. Muchos de esos legados hacen brillar a nuestra Isla en el arte, la música, el deporte. Nos engrandecen, mucho más allá de la política.
El capítulo más triste de tales decisiones, ha estado sin dudas en los momentos en que algunas mayorías han juzgado a esas minorías que deciden una partida. Los mítines de repudio, ese acto fascistoide y terrorista, son una manifestación aberrante de lo peor del esbirrismo de ciertas personas. Lo más terrible es que se hacen en nombre de un proceso social cuyos presupuestos y enunciados afirman estar a favor de elevar al nivel más digno y humano a hombres y mujeres. Quienes apedrean fachadas, acosan con ofensas y actitudes violentas a familias enteras sin importar la presencia de ancianos, mujeres y niños, no pueden ser los portadores de un sistema político más elevado y altruista. Ninguno de esos puede llamarse progresista, humanista o revolucionario.
Disponer la ida, echar suerte y raíces en otro lugar es una decisión de índole privada, individual, que no admite los juicios de otros. Como todo acto humano, tiene beneficios y lastres, consecuencias buenas y malas, tanto para quien lo asume como para quienes reciben o despidan a esas personas. A veces resulta fácil, desde lo ajeno, aplaudir o censurar tales decisiones. Quién sabrá, en verdad, cuánto se deja, cuánto de pierde, qué dolores o alegrías se sienten, en virtud del sueño de otras ganancias vitales.
Irse entraña asumir nuevos hábitos, nuevos sitios, nuevas posturas, nuevas actitudes frente a mil elementos nuevos. Irse, incluso aunque se logre el éxito material y espiritual, siempre conlleva dejar algo atrás, cerrar sendas, dejar de tener dos o tres “algos” que una vez fueron propios y que hasta se creyeron indispensables. Irse, se aleja de amigos, lugares y memorias. Irse, incluso, en esta Isla, ha significado no sólo despedir personas. De Cuba y hacia ninguna parte, o sólo hacia el desvanecimiento, se han ido acciones, sitios, productos, hábitos, rutinas, cortesías, historias, artes y hasta raíces y comportamientos que alguna vez parecieron imperecederos y tan raigales que jamás nos abandonarían. Muchos, además, ni siquiera lo hicieron en busca de nuevos horizontes. Sólo se fueron y ya.
Debiera, esa cara de la moneda, tener su reverso en la vuelta. Debería haber algún retorno, tangible o al menos imaginado, que ayude a paliar los largos “mientras tanto” de las ausencias que dejan las partidas. Algún tiempo, alguna esperanza, algún horizonte, debiera acercarse de vez en cuando y convencernos, de que un día, tal vez las idas se tornen menos necesarias, o quizás, menos dolorosas y definitivas. Quién sabe, a lo mejor, para ese entonces, tal vez hasta sean más posibles todos los regresos.

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