El húngaro Arthur Koester afirmaba: “nada es más triste que la pérdida de una ilusión”. Si corresponde con falta de éxito en algo que interesa, genera tristeza. La persona no está contenta, no se siente satisfecha ni complacida. Y eso es infelicidad. El comportamiento deja de ser todo lo amable que se desearía. A la inherente amargura del desengaño sobreviene el desinterés y desaparecen los deseos hasta de hablar y sobre todo de escuchar a otros. Es el momento de no descuidar la higiene personal, la alimentación y los autocuidados porque todo pierde sentido. Se torna muy difícil aceptar la realidad que no es posible cambiar. Entonces, el presente no se vive, si acaso se existe. Y cuando es evidente que hay “mala levadura en el ser humano” como decía Francisco de Asís, se pierde distancia de la realidad, surge la tendencia a culpar a alguien y sobrevienen las inútiles quejas. A veces con cierta base y otras por nimiedades.
No es beneficioso debilitar la voluntad, temer a la soledad o rendirse ante el fracaso sin la paciencia necesaria. Resulta provechoso apartar un tanto las expectativas, compañeras cercanas de las frustraciones, darse cuenta de que la persona avergonzada enturbia su actualidad sin percatarse de que el mundo no gira alrededor de nadie en específico. El mejor esfuerzo hay que dirigirlo a encarar la vida sin temores infundados, siempre procurando con bondad, la cercanía de lo bueno y verdadero que aproximan a la belleza real. Nada está absolutamente garantizado en la sociedad, todo requiere el arrojo a veces atrevido, disciplina, coraje y constancia. Una vez asumidos los pensamientos sobre qué hacer o dejar de hacer, si se destierra la codicia o el mero afán de poseer, se acerca más el triunfo y la paz por haber tratado bien a la perniciosa y en algunas ocasiones enmascarada avaricia. Así se navega entre deseos, sueños, males y angustias a olvidar necesariamente, y dejar atrás.
Vivir el Presente.
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