Situación de la Iglesia en Cuba
Después de los sucesos ocurridos en la iglesia de la Caridad en La Habana y de la expulsión de más de 130 sacerdotes en el buque Covadonga el 17 de septiembre de 1961,1 los obispos cubanos no se pronunciaron más sobre los aspectos sociales, políticos y económicos del proceso revolucionario cubano. Optaron por guardar silencio al respecto.2 Mantenían una actitud expectante con relación al futuro de Cuba.
Por su parte, los cambios operados por el Gobierno eran acelerados, radicales y apabullantes para la vida nacional. Si bien muchos cubanos se manifestaban entusiastas, otra parte no simpatizaba con ellos. La Iglesia tendría que acostumbrarse a desarrollar su labor pastoral en medio de una Cuba ideológicamente dividida.
Desde 1961 y durante los años siguientes la actividad pública de la Iglesia católica quedó anulada por decisión del Gobierno. La vida de la Iglesia se redujo únicamente a las cuatro paredes de los templos y, por ende, fue estrictamente cultual. Igual suerte corrieron las comunidades eclesiales cristianas protestantes. La luminosa Acción Católica Cubana que había desarrollado una destacada labor apostólica laical en la vida pública del país, se vio sin nada que hacer, a lo que se sumaba el exilio y el encarcelamiento de algunos de sus militantes. La Acción Católica fue muriendo poco a poco.
Las comunidades religiosas quedaron muy diezmadas durante todos estos años. Sin embargo, dieron una admirable respuesta de amor a la Iglesia, pues asumieron en el terreno pastoral la dirección de los templos que se habían quedado sin sacerdotes. Trabajaron mucho, muy bien y de manera desinteresada hasta el agotamiento corporal de no pocos de sus miembros.
Si pudiese escribiría con letras de oro los nombres de aquellas fieles mujeres que sin conocimientos teológicos, pero con una clara y enraizada doctrina y moral católicas defendieron valientemente las capillas de los pequeños pueblos y los bateyes. Ellas se constituyeron en el punto de referencia de la Iglesia en esos lugares donde vivían. Muchas conservaron la llave de los templos y los custodiaron celosamente, cuidaron con esmero ornamentos y vasos sagrados e impartieron catequesis y prepararon niños para la Primera Comunión. Apoyadas por pequeños grupos de católicos de esos poblados, estas mujeres nutrieron las celebraciones litúrgicas cuando el sacerdote venía y vencieron, incluso, los insultos de turbas enardecidas que gritaban consignas contra la Iglesia. En no pocas ocasiones tuvieron que escuchar con dolor blasfemias contra Dios, la Virgen y los santos.
Aquellas mujeres celadoras de las capillas, defendieron la propiedad de la Iglesia contra las ilegalidades de un Estado que se mostraba arbitrario respecto a ella. Curiosamente, esas capillas se habían edificado mediante el aporte de los vecinos de los pueblos con la finalidad de celebrar el culto a Dios: tómbolas, rifas y colectas públicas propiciaron, poco a poco, que el templo se erigiese.
Han pasado casi sesenta años de estos aconteci-mientos. Lamentablemente, los nombres de esos católicos no se recuerdan. Las nuevas generaciones desconocen aquella etapa de la Iglesia católica en Cuba. Se perdieron muy pocos templos y gracias a los buenos y fieles cristianos, la Iglesia católica permaneció en el pueblo. Si hoy nuevas generaciones han ocupado los bancos y los templos que los nobles fundadores construyeron amorosamente, es gracias a la fe y a la valentía de esas sencillas personas. Hubo algunas ocasiones en las que bravíamente se enfrentaron a algún dirigente del Gobierno que les reclamó la llave y la entrega del templo. Y no lo entregaron. ¡Gloria a Dios por ellos!
El Papa San Juan XXIII retiró su nuncio apostólico en La Habana. Durante más de una década el Vaticano no nombró embajador en Cuba, pero mantuvo su sede diplomática acreditada ante el Gobierno cubano con un encargado de negocio interino al frente de ella, el sacerdote Mons. Césare Zacchi. Este hombre merece un justo reconocimiento por su quehacer diplomático y eclesial en la Iglesia de esos años. Si el Gobierno revolucionario no extremó sus medidas contrarias a la Iglesia católica en Cuba se debió, en parte, a Mons. Zacchi.3 Este diplomático singular simpatizaba con muchas de las orientaciones de la Revolución cubana y admiraba a su máximo líder Fidel Castro. La idea central de Mons. Zacchi era mantener la presencia de la Iglesia católica en Cuba, a pesar de las grandes diferencias con el Gobierno. Para muchos, la actitud asumida por Mons. Zacchi fue defensiva.
Hasta el año 1965 la asistencia a los templos católicos fue desbordante, como no se había visto antes en el siglo xx. Los libros bautismales de ese tiempo testimonian el sorprendente número de niños bautizados. Esto se debió al rumor que corrió por aquellos años dentro de la población cubana: “van a cerrar las iglesias y a los curas los van a botar”. El número de matrimonios celebrados por la Iglesia no disminuyó en relación con la década anterior. Aunque las catequesis impartidas fuera de la Iglesia se suspendieron, la asistencia de niños a las organizadas dentro de sus espacios aumentó notablemente. La gente se sentía bien en los templos, a pesar de que, frente a ellos, pequeños grupos de personas insultaban a quienes concurrían a los diferentes oficios religiosos. Desde sitios cercanos a los templos, ubicaban bocinas que transmitían himnos y marchas revolucionarias a la vez que se realizaban las celebraciones cultuales. Los llamados planes de la calle, con una gran afluencia de niños, eran comúnmente organizados muy cerca de las iglesias.
Desde 1961, Mons. Evelio Díaz Cía, arzobispo de La Habana, no contaba con los dos obispos auxiliares que se le habían asignado el año anterior. Por ello, en 1964, Mons. Zacchi gestionó el nombramiento de dos nuevos auxiliares para la arquidiócesis, ellos fueron Mons. Alfredo Llaguno y el padre jesuita Fernando Azcárate. Ambos habían permanecido animando a las comunidades católicas durante todo este período anteriormente reseñado.
Mons. Alfredo Llaguno Canals (1902-1979)
Nació en La Habana el 12 de diciembre de 1902. Ingresó en el Seminario San Carlos y San Ambrosio y, una vez que concluyó parte de sus estudios, Mons. Manuel Ruiz, el primer arzobispo de La Habana, lo envió a doctorarse de Teología en Roma. En la ciudad eterna fue ordenado sacerdote el 28 de octubre de 1928. A su regreso a Cuba se le nombró párroco de la iglesia de San Francisco de Paula y administrador del hospital adjunto,
en la barriada de La Víbora, donde permaneció hasta inicios de 1977, cuando fue jubilado por motivos de salud. Todavía los vecinos de la localidad del Mónaco lo recuerdan por su quehacer pastoral. Bautizos, matrimonios, primeras comuniones y bendiciones de casas evidencian la obra de su sacerdocio.
Fungió como canónigo magistral del cabildo de la Catedral de La Habana. Por su bella oratoria, al estilo grandilocuente de aquella época, lo solicitaban en muchas iglesias y actividades cívicas antes de 1959. A mediados de los años cincuenta, el cardenal Manuel Arteaga solicitó al venerable Papa Pío XII el nombramiento de monseñor para el padre Llaguno. Fue muy cercano a las familias de los presidentes de la República desde Gerardo Machado hasta Fulgencio Batista, aunque no tomó parte en actividades de tipo político.
Ya sexagenario, Mons. Evelio Díaz, gran amigo suyo desde los años del Seminario, lo nombró canciller del arzobispado de La Habana y, posteriormente, lo solicitó al Papa como uno de sus dos obispos auxiliares. El padre Llaguno, como a él le gustaba llamarse, era un hombre de la Iglesia de antes del Concilio Vaticano II (1962-1965). Su formación teológica era la propia de los años veinte. Por ello, a finales de los cuarenta dejó de ser profesor de Teología dogmática en el Seminario de La Habana.
Durante los seis años que se desempeñó como obispo auxiliar de La Habana, administró el sacramento de la confirmación en muchas comunidades católicas de la arquidiócesis. Como se ha dicho antes, durante esa etapa la afluencia de personas a los templos había aumentado notablemente. En agosto de 1968, junto a otros cinco cubanos más, asistió a la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano celebrada en la ciudad colombiana de Medellín. El 10 de febrero de 1970, cuando Mons. Francisco Oves Fernández asumió el gobierno del territorio eclesial habanero, Mons. Llaguno no continuó como obispo auxiliar y fue nombrado administrador del arzobispado.
Al jubilarse como párroco fue a vivir con su familia en una casa cercana a la parroquia de Monserrate, en Centro Habana. A esa iglesia iba todas las mañanas para celebrar la santa misa. El 20 de agosto de 1979 falleció en el Hospital Calixto García; sus funerales se celebraron en la parroquia de San Francisco de Paula con gran concurrencia de público. Lo enterraron en el panteón de los obispos del cementerio de Colón. Su cadáver, junto con los de otros obispos, fue profanado hace algunos años. Actualmente, sus restos se encuentran en la cripta de la iglesia del Espíritu Santo, en La Habana Vieja.
y Freyde de Andrade (1912-1998)
Mons. Fernando de Azcárate y Freyde de Andrade (1912-1998)
Nació en La Habana el 27 de octubre de 1912. Era nieto de don Nicolás de Azcárate, el dueño del bufete situado en la hoy Avenida del Puerto, cercano a la Catedral, donde trabajó José Martí a su regreso a Cuba en 1878. Su niñez la pasó en la barriada del Vedado y estudió en el Colegio de La Salle, ubicado al fondo de la parroquia de esa localidad. Ingresó en la Universidad de La Habana para estudiar Derecho. Al finalizar el tercer año de la carrera, Mons. Enrique Pérez Serantes, a la sazón obispo de Camagüey, convocó a un retiro espiritual de hombres en un hotel que alquiló al efecto en la ciudad de los tinajones. Allí Azcárate decidió su vocación sacerdotal, como él mismo me expresó en una ocasión: “de modo racional, y no sentimental”. Así entró en el noviciado de la Compañía de Jesús, en Oña, España, a fines de los años veinte.
Siempre reconoció que su vocación era de jesuita y realizó sus estudios filosóficos y teológicos con el claro objetivo de ser sacerdote jesuita. Nunca dejó de ser jesuita, lo llevaba en el alma, y al hablar se percibía que por todos lados rezumaba el espíritu de la Compañía. Después de estudiar la Licenciatura en Filosofía y en Teología en la Universidad Pontificia de Comillas, Santander, España, fue ordenado sacerdote en ese país el 25 de julio de 1950. Tenía casi treinta y ocho años.
De regreso a Cuba fue nombrado director espiritual del Colegio de Belén de La Habana. Por ese tiempo estudió y se doctoró en Psicología en la Universidad católica de Santo Tomás de Villanueva de esta ciudad. Posteriormente, a mediados de la década del cincuenta, asumió la dirección del Noviciado de la Compañía de Jesús situado en las afueras del poblado de El Calvario, en La Habana. Este noviciado se encontraba en un magnífico edificio construido por los años cuarenta para albergar dos instituciones de los jesuitas: noviciado y filosofado. Por entonces y hasta 1961 cuando fue nacionalizado por el Gobierno revolucionario, constituía el mejor centro de formación de la Compañía de Jesús en la América Latina de habla hispana. Aquí venían a formarse futuros jesuitas, no solo de América, sino también de España. Hoy ese edificio es ocupado por una unidad militar.
La provincia de las Antillas, de la Compañía de Jesús, tenía su sede directiva en La Habana, y allí residía el padre provincial. En septiembre de 1961, algunos jesuitas fueron expulsados en el buque Covadonga, entre ellos el padre Ceferino Ruiz, quien fungía como padre provincial. Entonces la sede provincial de esta comunidad religiosa fue trasladada a Santo Domingo, República Dominicana, y al frente de los treinta y tantos religiosos de la Orden que quedaron en Cuba se designó al padre Azcárate; de esta manera se convirtió en el Superior de los jesuitas en Cuba y rector de la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús (Reina).
Como todos los sacerdotes que trabajaron en la Isla durante aquellos años, su labor fue febril. Él me contó que en el año 1964 se le pidió predicar el retiro anual del clero en La Habana y después en El Cobre. Notó que a las dos tandas asistió Mons. Césare Zacchi, encargado de negocios ad interin de la Santa Sede en Cuba. Poco después fue llamado a la Nunciatura y Mons. Zacchi le comunicó que el Papa San Pablo VI lo había nombrado obispo auxiliar de La Habana. Él se negó a aceptarlo, pero Mons. Zacchi le dijo que el padre general de la Compañía había dado el permiso. Azcárate repuso que necesitaba consultarlo. Zacchi le añadió que no podía consultarlo con ningún sacerdote, con excepción del padre Díaz, octogenario jesuita. Al día siguiente, Azcárate aceptó la proposición, como cordero llevado al matadero. Junto a Mons. Llaguno fue ordenado obispo en la Catedral de La Habana el domingo 17 de mayo de 1964.
A diferencia de Mons. Llaguno, Mons. Azcárate estaba formado y profesaba la nueva Teología de los años cincuenta, previa al Concilio Vaticano II. Por otra parte, el jesuita devenido obispo era, por naturaleza, un hombre de mentalidad abierta y de psicología de apertura. Todo esto hizo que fuera el obispo abanderado de la renovación conciliar en la Iglesia cubana de los años sesenta. Hasta su muerte fue un enamorado del Concilio Vaticano II. Azcárate conocía muy bien a los laicos y confiaba mucho en ellos. Además, los sacerdote jóvenes tanto diocesanos como religiosos, buscaban en su persona al director espiritual.
Al ser nombrado auxiliar de Mons. Evelio Díaz fue a residir al arzobispado de La Habana. Me contó que durante los seis años que ejerció como tal sufrió mucho. Asistió a la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Medellín en 1968 y a su regreso a Cuba se preguntó cómo se podía llevar el espíritu, la letra y las reformas pastorales y sociales emanadas de la conferencia de Medellín a la Iglesia cubana de finales de las década de los sesenta. La situación era atípica y, por consiguiente, muy escabrosa. Aquí se realizaba a pasos agigantados el modelo revolucionario de Fidel Castro. Entonces… ¿cómo aplicar Medellín en Cuba? Mons. Azcárate llevó la propuesta a la Conferencia Episcopal Cubana, dentro de la cual se encontraban otros tres obispos renovadores: José Domínguez, Adolfo Rodríguez y Pedro Meurice. De este modo, él fue el encargado de pedir al padre Francisco Oves, doctor en Sociología y perito asesor en la Conferencia de obispos de Medellín, la redacción del comunicado pastoral de los obispos cubanos publicado en abril de 1969.
Desde que fue nombrado obispo, Mons. Azcárate se desempeñó como secretario de la Conferencia Episcopal de Cuba. A inicios de 1970 cesó en este cargo. Desde el 10 de febrero de este mismo año, Mons. Francisco Oves fue nombrado arzobispo de La Habana, después de la renuncia de Mons. Evelio Díaz y para esa fecha, Mons. Azcárate no continuó como obispo auxiliar de la sede habanera, aunque conservaba el sacramento del orden episcopal. De la noche a la mañana se vio con la gran pregunta de ¿qué hacía con su vida? Ya no era jesuita, vocación que definía su vida y de la que le habían sacado para, prácticamente, obligarlo a ser obispo auxiliar. Tampoco era ya obispo auxiliar. ¿Cómo quedó? Los padres jesuitas le mostraron una gran fraternidad y lo acogieron en la residencia de Villa San José en El Vedado. Del arzobispado fue a residir a ese lugar.
Diariamente iba a celebrar la misa de las 7:30 a.m. al Convento de las Siervas de María hasta que en enero de 1971, Mons. Oves le confió la parroquia de Nuestra Señora de Monserrate en Centro Habana. Allí permaneció hasta 1987 cuando su salud corporal no le permitió desempeñar los oficios parroquiales.
Lo conocí personalmente a principios de febrero de 1972. Ese año, el padre rector del Seminario lo había solicitado como profesor de Latín del primer curso de ese centro. Azcárate estaba muy bien preparado para ser profesor de algunas de las asignaturas de Teología, Filosofía o de Psicología; sin embargo, lo que la Iglesia le pedía en ese momento era ser maestro de Latín y empezar sus clases por los aspectos preliminares de esa lengua. Con humildad aceptó la responsabilidad y asumió los trabajos de enseñar a unos alumnos que no tenían muchas motivaciones para el aprendizaje. Nos reíamos cuando al no entender, o mejor, no querer aprender, el profesor nos decía “toletes” u “osos polares”, y aludía que estábamos “dormidos” o “medio dormidos”.
Desde su parroquia situada en Galiano y Concordia iba muchas veces a pie hasta el Seminario cuando se le rompía el carro. Las clases eran cuatro días a la semana en el último turno de la mañana: una tortura para el profesor y los alumnos. El servicio del profesor era entonces, gratuito. Han pasado muchos años y al examinar la vida de aquel obispo llego a la conclusión de la humildad vivida por él en los años más difíciles de su vida.
El jueves de la primera semana de julio de 1979, en ocasión de celebrarse las convivencias sacerdotales anuales del clero en El Cobre, se reflexionó acerca del documento final de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano, celebrada en enero de ese año en la ciudad mexicana de Puebla de Los Ángeles. Durante los tres días de estudio y reflexiones se veía que aquel trabajo no progresaba de cara a sus conclusiones. ¿Dónde estaba el problema? Era imposible aplicar los resultados de la Conferencia de Puebla a la realidad política, económica, social y eclesial cubanas. Puebla se hizo para América Latina y no para la atípica situación de Cuba después de veinte años del triunfo de la revolución marxista-leninista. En medio de este debate se llegó al plenario en la tarde del jueves. Fue entonces cuando Mons. Azcárate pidió la palabra. Se levantó del pupitre y dijo: “Voy a decir una quijotada: hagamos un Puebla cubano”. No olvido aquella reunión, aunque ya han pasado cuarenta años. El sexagenario obispo jesuita vestía una guayabera beige de mangas largas. Ninguno de los presente sabía que el padre jesuita acababa de decir la chispa propiciadora de la Reflexión Eclesial Cubana (REC), la cual, muy tímida y lenta al inicio, fue cobrando fuerza y ardor en la medida en que avanzó hasta finalizar en uno de los grandes eventos de la historia de la Iglesia católica en Cuba: el Encuentro Eclesial Cubano (ENEC), celebrado en La Habana en febrero de 1986. La idea inicial de Mons. Azcárate llenó de esperanza eclesial a los fieles católicos del país. Así, Mons. Azcárate se convirtió en “el padre de la REC”.
El obispo que participó en tres sesiones del Concilio Vaticano II, volcó en la Iglesia cubana el aliento fresco de ese gran evento eclesial. Me parece que solo él lo podía hacer, pues como ya dije, transpiraba la letra y el espíritu del Vaticano II como ninguno de los obispos cubanos asistentes a esa reunión. Puede afirmarse que fue el más conciliar de los miembros del episcopado cubano en ese momento. Ello repercutió grandemente en la puesta en marcha de los documentos conciliares en la arquidiócesis de La Habana y en la Conferencia Episcopal, de la que era su secretario.
La salud de Mons. Azcárate se iba resquebrajando a medida que avanzaba la REC. De esta forma, la conducción de la Reflexión pasó a Mons. Jaime Ortega, en febrero de 1983. Mientras tanto, Mons. Azcárate asesoraba la comisión nacional de catequesis. Pudo asistir al ENEC y vibrar en cada una de sus reuniones. Al año siguiente renunció a la parroquia de Monserrate, a la cual se había entregado en cuerpo y alma durante dieciséis años y fue a residir a la casa jesuita de Villa San José. Aquejado por varias enfermedades, los jesuitas decidieron trasladarlo para la enfermería de la casa Manresa-Altagracia, situada en las afueras de la capital dominicana. Era el verano de 1990. No volvería más a la patria querida, “aunque nunca se fue de Cuba”, como bien expresó el cardenal Jaime Ortega en la homilía del funeral de Mons. Azcárate celebrado en la tarde del 19 de agosto de 1998 en la iglesia de Reina. El 31 de octubre de 1994 lo fui a ver a su residencia en Santo Domingo. Ya no podía levantarse de la cama; sin embargo, me recibió ligeramente incorporado con una sonrisa amplia y un sentido abrazo. Al despedirse, me dijo: “Dile a Jaime que me alegro mucho de su nombramiento como cardenal y que él se lo merece” (el día anterior habían creado a Jaime Ortega cardenal de la Iglesia).
La muerte le llegó en el referido lugar de Santo Domingo, República Dominicana, el 31 de julio de 1998. Es el día de san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. Descubro en la fecha de su muerte, el SÍ de Dios con el que coronaba la vida de este jesuita. Con su muerte se cerraba el arco de los grandes oradores sagrados del siglo xx cubano: Mons. Manuel Ruiz, Mons. Evelio Díaz, Mons. Ismael Testé4 y Mons. Alfredo Llaguno. Las homilías de Azcárate, a diferencia de los anteriores, se caracterizaban por un estilo menos grandilocuente, aunque sin perder vehemencia y expresadas de modo más catequético, las acompañaba con gestos expresivos de sus manos que nacían de su pecho. Después ha habido buenos predicadores, pero sin alcanzar la altura de los ya mencionados.
Mons. Azcárate está enterrado en el cementerio de los religiosos jesuitas ubicado en la parte de atrás de la casa Manresa-Altagracia, que mira al mar Caribe. Nos dejó un elevado ejemplo de amor a la Iglesia, de aceptación de los lugares donde ella lo colocó y de no crítica a las decisiones de la Conferencia Episcopal Cubana. Ω
Notas
1 Véase la nota 2 de “El arzobispo del cambio”, en Palabra Nueva, núm. 284, diciembre de 2018, p. 23.
2 Consúltese “Monseñor Evelio Díaz, el arzobispo mártir”, en Palabra Nueva, núm. 281, septiembre de 2018, pp. 28-33.
3 Monseñor Césare Zacchi llegó a Cuba a principios de 1961 como encargado de negocios de la Santa Sede en la Isla. Fue ordenado obispo el 12 de diciembre de 1967 en la Catedral de La Habana. A principios de 1975 fue nombrado nuncio apostólico y, en julio de ese mismo año, promovido a presidente de la Academia formadora del personal diplomático del Vaticano. Jubilado a principios de la década de los ochenta, murió en Roma en 1991.
4 Mons. Ismael Testé fue cura párroco de Aguacate y después del Pilar, en La Habana. Fundador y director de la Ciudad de los Niños en Bejucal. Durante varios años tuvo a su cargo la misa radial y televisiva. Escribió una historia de la Iglesia cubana en varios tomos. Murió en 1995, en San Antonio, Texas.
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