Millones de emigrados casi a la deriva
Las migraciones masivas han existido siempre, provocadas a veces por la naturaleza, como es el caso de sequías prolongadas; otras veces por el hombre mismo, con sus rivalidades y guerras; o por circunstancias derivadas de los sistemas y estructuras sociales, cuando no alcanzan a satisfacer las necesidades primarias de la población. Añádase a esto el permanente y común deseo de superación, generador de “sueños” y “cabalgatas” hacia “tierras de promisión” que en muchos casos se revelan imaginarios.
El fenómeno de las migraciones no hay que considerarlo necesariamente como algo negativo. La mayoría de los países ha tenido en sus orígenes o en su evolución ulterior diversas migraciones, gracias a las cuales fueron configurando su cultura, sus costumbres, su legislación.
Los movimientos migratorios, puesto que, por lo general, responden a una necesidad, presuponen derechos indiscutibles de las personas, por más que estén sujetos también a normativas que salvaguarden la justicia y favorezcan la solidaridad.
Los migrantes merecen el respeto y la ayuda de las poblaciones cuyo territorio atraviesan, y una acogida benévola, comprensiva y solidaria por parte del país a donde llegan con la esperanza de ser acogidos. El bienestar económico de las naciones a donde, preferentemente, se dirigen los que buscan seguridad, empleo e integración, debería ir de la mano con plataformas y normativas que no solo consientan la acogida, sino que garanticen la integración y la asistencia a los recién llegados.
Estas eran las reflexiones que se hacía Francisca Cabrini (1850-1917) cuando constató personalmente la situación en que se hallaban millones de paisanos suyos que habían cedido al “sueño americano” y no encontraban aún las condiciones de seguridad, trabajo y asistencia indispensables para ellos y para sus familias.
Entre 1901 y 1913 emigraron a los Estados Unidos 4 711 000 italianos, la mayoría de los cuales procedían del sur de la península.
Un contingente tan enorme no podía ser absorbido rápidamente por la sociedad y la economía norteamericanas, ni existían las estructuras necesarias para ofrecerles a todos, en proporción razonable y con prontitud, trabajo y asistencia. No eran raros los hacinamientos de emigrados en estado de semiabandono y los servicios médicos no alcanzaban para ellos; no había escuelas adecuadas para la población infantil que se expresaba aún con los dialectos del sur de Italia, y no había quien se ocupara de los huérfanos, de los inválidos y de las viudas.
La maestra que quería ser misionera
Francisca Cabrini había nacido en 1850, en San Ángel Lodigiano, en la emprendedora región italiana de Lombardía, tan en contraste con el sur de Italia, que se distinguía por su alta demografía y sus bajos recursos. Eso explica que la mayoría de los migrantes italianos fueran del sur de la península.
Agustín Cabrini, el padre de Francisca, era un campesino trabajador y afortunado, dueño de tierras productivas; con su esposa Estela, originaria de Milán, formó una familia feliz de fuertes raíces cristianas. Tuvieron trece hijos. María Francisca fue la última.
Como suele acontecer en las familias numerosas, donde una de las hijas mayores se hace cargo de la más pequeña, así pasó en la familia Cabrini: Rosa estuvo siempre pendiente de su hermanita Francisca. Rosa era maestra en Lodigiano, y se le conocía por su rectitud y su carácter enérgico. Ella le trasmitió a María Francisca el ser voluntariosa; la animó para que también estudiara la carrera de maestra.
Para una señorita, en el pueblo de Lodigiano, el ser maestra era ya una aspiración muy digna, pero Francisca tenía aspiraciones más elevadas. Durante un tiempo pensó en hacerse religiosa, y hubiera entrado al convento si no hubiera tenido el impedimento de una salud precaria. Aceptó, en cambio, hacerse cargo de un orfanatorio en Codogno, por petición del párroco de ese lugar. Esa obra asistencial se llamaba Casa de la Divina Providencia y la había fundado Antonia Tondini.
La experiencia de Francisca en medio de los huérfanos no hizo sino acrecentar sus anhelos de un servicio mayor y más extenso. Desde que, en su casa, oía la lectura de los Anales de la Propaganda de la Fe, sintió el fuerte deseo de ser misionera, como lo había sido el intrépido san Francisco Javier, quien había llegado hasta China llevando la cruz de Cristo y su Evangelio. También ella quería ser misionera en los más lejanos países, China, primeramente.
Las proezas misioneras a las que se sentía llamada no debían ser una obra individual, sino colectiva, organizada. Comenzó, por tanto, a invitar a otras jóvenes para que, junto con ella, formaran el núcleo inicial de las que llegarían a ser las Misioneras del Sagrado Corazón. A esto la animaban el padre Serrati, párroco de Codogno, y el obispo de Lodi; pero ambos clérigos pensaban más en la continuación del orfanato, mientras que Francisca pensaba en un instituto religioso de amplios horizontes, con el espíritu de san Francisco Javier. Era tanto el amor y admiración de Francisca al santo misionero que, al emitir sus primeros votos como consagrada, añadió al suyo el nombre de Xavier.
Cuando el obispo de Lodi nombró a Francisca superiora del nuevo instituto, comenzaron los problemas, provocados por la fundadora del orfanato. Ya fuera por envidia, ya fuera por un trastorno en su cabeza, las dificultades continuaron hasta que el obispo decidió renunciar a su proyecto y dejar que Francisca siguiera el que Dios le inspiraba.
Más allá de un simple orfanato
Francisca Cabrini y siete compañeras se alojaron entonces en un antiguo convento franciscano que había quedado abandonado en Codogno; allí tuvo comienzo auténtico el nuevo instituto misionero y allí la fundadora redactó las Reglas, que el obispo de Lodi aprobó de inmediato. Dos años después se inauguró, en Gruello, la primera casa filial, y poco más tarde la de Milán.
En 1887 la madre Cabrini viajó a Roma para pedir a la Santa Sede la aprobación de su instituto misionero, y el permiso para abrir una casa en la Ciudad Eterna. Pese a muchos obstáculos y objeciones que la madre Francisca tuvo que superar, el cardenal Parocchi, vicario de Roma, le pidió que abriera, no una sino dos casas en Roma, y a los dos meses fue publicado el Decreto de primera aprobación de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón.
Mientras tanto, se fueron dando otros acontecimientos que le mostraron a la madre Cabrini la finalidad principal que Dios tenía para su congregación misionera. Llegaban a Europa las noticias, por lo general no reconfortantes, de las condiciones en que se hallaban los millares y millares de europeos pobres que habían emigrado a los Estados Unidos. Se trataba sobre todo de italianos, polacos, ucranianos, checos, croatas y eslovenos. Tan solo en Nueva York y sus alrededores había una concentración de 50 000 italianos, la mayoría de los cuales carecía de instrucción religiosa y vivía en una condición social muy precaria. Por algo Mons. Scalabrini, obispo de Piacenza, había fundado la Sociedad de San Carlos con el objeto de trabajar entre los italianos que partían a los Estados Unidos. Fue ese obispo el primero en tratar de convencer a la fundadora de las Misioneras del Sagrado Corazón a que enviara algunas de sus religiosas a respaldar la obra de los sacerdotes de San Carlos. Ella no cedió, pues seguía pensando en misionar en Oriente. Intervino entonces el arzobispo de Nueva York, Mons. Corrigan con una súplica a favor de los emigrados.
No a China, sino a Nueva York
Un día la madre Francisca Xavier tuvo un sueño que la dejó desconcertada. Decidió entonces consultar al Papa. León XIII le dio una respuesta escueta y firme: “No vayas al Este sino al Oeste; a Nueva York, en vez de China”. Disueltas sus dudas con esa indicación del Papa, cruzó el Atlántico por primera vez, con seis religiosas de su congregación y desembarcó en Nueva York el 31 de marzo de 1889. Tenía entonces treinta y nueve años y le esperaba una labor ingente.
Las Misioneras del Sagrado Corazón no hallaron en Nueva York la acogida que esperaban. Se les había pedido como primer servicio que se ocuparan de la organización de un orfanato para niños italianos y que tomaran a su cargo una escuela primaria, pero se encontraron con que no había alojamiento ni para ellas, y que por dificultades entre el arzobispo y las bienhechoras se había renunciado al proyecto del orfanato; tampoco había edificio para la escuela proyectada. Mons. Corrigan acabó sugiriendo el regreso a la madre Francisca Xavier y a sus religiosas:
–Dadas las circunstancias, será mejor que se regresen a Italia.
–No, monseñor –respondió la madre Cabrini con firmeza–, el Papa me envió aquí y aquí me voy a quedar.
Ante tal determinación, el arzobispo se dio a la búsqueda de un alojamiento para ellas y consiguió que, por lo pronto, se hospedaran con las Hermanas de la Caridad.
En los días sucesivos, la madre Francisca Xavier se ganó la simpatía de la condesa Cesnola, principal bienhechora del proyectado orfanato, y logró reconciliarla con Mons. Corrigan. Dio comienzo al orfanato y obtuvo una casa para sus religiosas; ingresaron allí las primeras vocaciones italo-americanas.
En julio de 1889, al hacer su primera visita de regreso a Italia, llevó consigo a las primeras dos religiosas de nacionalidad norteamericana. Regresó a los Estados Unidos nueve meses más tarde, acompañada de otro grupo de Misioneras del Sagrado Corazón, para establecerse en West Park, sobre el río Hudson, que había pertenecido a los jesuitas. Fijó allí la “casa madre” y el noviciado de la congregación y trasladó al mismo lugar el orfanato. Su primer viaje a América Latina fue a Managua, Nicaragua, donde aceptó hacerse cargo de otro orfanato y abrió un internado. Cuando regresó a los Estados Unidos, tomó en consideración la súplica del obispo de Nueva Orleans de que conociera de cerca la dramática situación de los italianos que moraban en su diócesis; como resultado de la entrevista y de la experiencia en Nueva Orleans, fundó allí una casa más de su congregación.
En 1892, cuando se celebraba el cuarto centenario del descubrimiento de América, la madre Cabrini emprendió una de sus iniciativas más reconocidas: el Columbus Hospital de Nueva York. Le había dado comienzo a la obra la Sociedad de San Carlos, de manera que fue un traspaso y, como es bien sabido, en tales casos las cosas son más complicadas y hace falta una mente brillante y una voluntad férrea. La madre Francisca tenía esas dotes y el Columbus Hospital fue llevado a feliz término.
Un alma no estacionaria
La fundadora de las Misioneras del Sagrado Corazón no tenía un alma estacionaria. Las iniciativas de Nueva York inspiraron otras emprendidas en Chicago y en varias ciudades de la Unión Americana, como la Escuela de Brockley. El Papa, que le había pedido apuntar hacia Occidente, no le había puesto límites a su horizonte misionero, de manera que la madre Cabrini y sus religiosas se hicieron presentes en distintos países de Latinoamérica, como Costa Rica, Panamá, Chile, Brasil y Argentina. Cuando en Buenos Aires inauguró una escuela para jovencitas, a las personas que le advertían que era una empresa difícil y le acarrearía muchos problemas, ella se limitó a preguntarles: “¿Quién la va a llevar a cabo, nosotras o Dios?”.
En esa respuesta está cifrado el secreto de la fecundidad y del éxito de las obras emprendidas por la madre Cabrini, tanto en los Estados Unidos como en otros países: ver en las necesidades de la gente, en particular de los emigrados, el signo de la voluntad de Dios; trabajar donde otros parecen no ver la precariedad socioeconómica, educativa, sanitaria y religiosa de los migrantes, y hacerlo con iniciativas duraderas, capaces de subsanar desde sus fundamentos, las condiciones de esa población desatendida y doliente.
Sesenta y siete instituciones fundadas
Las instituciones fundadas por la madre Cabrini fueron sesenta y siete en total. Un verdadero record de apostolicidad de una mujer que, por su poca salud, había sido declarada inhábil para la vida religiosa.
A causa de una caída en el río sufrida a los seis años, le tenía horror al agua. A pesar de ello, veinticuatro veces atravesó el océano en barco durante sus correrías apostólicas, y a lomo de burro recorrió la cordillera de los Andes.
En el humilde orfanato de Codogno había comen-zado su labor social, en 1907, pero cuando las constituciones de las Misioneras del Sagrado Corazón recibieron la aprobación definitiva, las hermanas de su Instituto superaban ya el millar y estaban establecidas en ocho países, con más de cincuenta fundaciones educativas y asistenciales.
En la segunda década del siglo xx, la salud de la madre Cabrini comenzó a decaer. Aunque agotada físicamente, pudo seguir trabajando unos años más, hasta que falleció el 22 de diciembre de 1917, en uno de sus viajes a Chicago.
Beatificada el 13 de noviembre de 1938 y canonizada el 7 de julio de 1946, fue la primera ciudadana americana en merecer el honor de los altares.
El Papa Pío XII la proclamó patrona de los emigrantes y, más cerca de nuestro tiempo, en julio de 1996, san Juan Pablo II, la declaró misionera de la nueva evangelización. Ω
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