La prisión familiar

Por: Josefina Martínez Calvo

En estos tiempos de cambio en que tanto se menciona a la familia, la reunificación familiar y la nueva versión del Código de Familia, me pareció oportuno dejar testimonio de una situación bien infrecuente en cuanto a su divulgación en nuestro medio, por eso, tal vez resulte sorprendente su contenido. ¿Prisión familiar?… ¿De qué se trata? Trataré de resumirlo de la mejor forma posible.

Cuando se relatan las vivencias de una persona presa, frecuentemente se soslaya la terrible experiencia que ese hecho representó para su familia, y escasamente se reconoce que sus integrantes también padecieron encierro, lo que siempre he considerado no como la prisión de una persona aislada, sino como la prisión del individuo y su familia. Tuvimos esa tremenda e inolvidable experiencia que ahora sintetizo, omitiendo aspectos estrictamente personales y, por tanto, bien íntimos.

Jamás olvidaremos aquella violenta sacudida y después de tantos años, aún nos sobreponemos a sus consecuencias. De todas las vivencias de esas décadas iniciáticas del proceso revolucionario, la prisión familiar fue la más aplastante y desgarradora. A partir de ese momento todo cambió y como ganancia solo obtuvimos un estigma social. Un preso político, como dijo alguien una vez, era considerado un hombre desaparecido –no físicamente como ocurrió después y aún ocurre en muchos países de América y del mundo– pero sí un desaparecido social, una persona que perdía todas sus propiedades materiales, todos sus derechos ciudadanos, toda su responsabilidad jurídica, su filiación a organizaciones cívicas y religiosas, en fin, dejaba de existir estando aún con vida, un verdadero “hombre invisible”.

Ya la familia con anterioridad a la prisión de mi padre, había paladeado ese “sabor de miedo” durante la invasión de Playa Girón, cuando al amanecer del día 16 de abril se presentaron en casa personas conocidas, ahora milicianos y soldados, para requerir la presencia de mi padre y mi tío con la orden de trasladarlos –junto a decenas de coterráneos– hacia la prisión distante de la casa unos 70 km. A pesar de su activa participación política en la dictadura batistiana, ningún familiar se involucró en delaciones, crímenes ni torturas y mucho menos mi padre, por tanto, el único motivo para la detención, como se explica ahora, fue “preventivo”. Muchos de los retenidos entonces, cuando fueron liberados abandonaron el país, otros se integraron al proceso revolucionario y otros, como mi padre y mi tío, mantuvieron su posición contraria.

Desde esa primera “prisión familiar”, me convertí en acompañante permanente de mi madre en estos periplos. Recuerdo haber permanecido a la entrada de la casa toda la tarde del día en que se llevaron a mi padre y a mi tío, observando con ansiedad en la lejanía el lugar donde se encontraban encerrados, ni qué pensar que podíamos acercarnos, hasta que al atardecer vi partir los camiones en que los trasladaban a la capital, ocupados por hombres de todas las edades. Esa prisión duró un tiempo similar a la invasión, tres o cuatro días y de esos días al menos dos, estuvimos mi madre y yo a la entrada de la prisión junto a otros cientos de familiares de retenidos por igual motivo; estuvimos a la intemperie, sin ingerir alimentos sólidos y enfrentadas al sol y al salitre –que ahí eran verdaderamente agresivos– tanto que cuando regresamos a casa sin lograr verlos, tal parecía que habíamos disfrutado de una excursión playera y… ¡nada tan disímil!

Al paso del tiempo, ambas fortalezas-prisiones se transformaron en un parque turístico y aunque en ocasiones algunos amigos me han invitado a visitarlo, sin muchas explicaciones rechazo su proposición, pues ese lugar, tanto en la primera experiencia carcelaria familiar como en la siguiente, tienen recuerdos muy desagradables para mí; nunca podré entrar sin vislumbrar tras una alambrada divisoria, la figura enhiesta y magra de mi padre, que impedía demostrarle nuestro cariño con un abrazo.

Sobre estos acontecimientos de la invasión de Playa Girón y utilizando un lenguaje bélico, siempre he aceptado que para el proceso revolucionario tuvo un victorioso, resonante e incuestionable epílogo, sin embargo, para otro grupo de compatriotas, incluida mi familia, aquellos días tuvieron un amargo sabor.

Esa primera experiencia de «prisión familiar», nos permitió vislumbrar lo que ocurriría si optábamos por permanecer en el país. Mi padre estaba convencido de ello y decidió emigrar, pero pudo más su vínculo afectivo con la familia extensa que su previsión y esta debilidad determinó su segundo encierro. Tal como él silenciosamente sospechó, tres años después ingresó nuevamente en una prisión y en esa ocasión su estancia nos marcaría para siempre. Por su personalidad y carácter, pretendió sobreponerse a las secuelas físicas y psíquicas, y nosotras, su núcleo familiar allegado también lo intentamos, aunque aún dudo que lo hayamos logrado. La causa de sanción fue un “delito contra los poderes del Estado”, acusación generada por su abierto enfrentamiento al sistema político imperante y que en aquella época, era casi una sentencia de muerte.

Ante las circunstancias que nos rodeaban, no pude entender su posición en ese momento, aunque tampoco poseía la madurez para ello y ahora, a la luz del tiempo, comprendo que su comportamiento respondió directamente a sus ideas políticas, y comprendo su consecuente firmeza de convicciones, aunque para una gran mayoría de los cubanos eran erróneas. Siempre he reconocido la posición “del otro” y aunque la edad no me permitió comprender entonces las razones de su actitud política, el tiempo iluminó mi juicio y se transformó en admiración por sus convicciones, que no merecen ningún repudio. No nos sentimos avergonzadas por eso, pues que nuestro padre haya sostenido y defendido sus principios ideológicos, no constituye ninguna indignidad.

Para la familia, esta segunda experiencia carcelaria se inició con la irrupción nocturna en nuestra casa de oficiales y agentes de la Seguridad del Estado. Está demás exponer las deplorables condiciones del grupo familiar, cuando vimos salir a mi padre en el asiento trasero del carro policial y darnos aliento con la engañosa frase: “no se preocupen, es una aclaración, pronto regresaré con ustedes”, pero no imaginó que su regreso demoraría cinco largos años.

Al amanecer del día siguiente salí para la capital cumpliendo los deseos de la familia, especialmente de mi madre, para que tocara a las puertas de los antiguos “amigos”. Por supuesto, ninguno respondió… eran tiempos difíciles y sus respuestas eran las mismas en cada umbral: que no podían hacer nada sin comprometerse y correr la misma suerte de mi padre; otras puertas solamente se entreabrían y los dueños susurraban la negación de ayuda. Tres días después de su arresto, recibimos un telegrama avisándonos de la primera y única visita en el centro de aislamiento, donde estaba retenido.

El día de la anhelada visita, cuando llegamos mi madre, mi hermana y yo, la imagen de mi padre era otra, pelado bien corto, algo pálido y vestido con el uniforme color crema con una P de color negro en la espalda y que lo acompañaría desde ese momento, hasta sus cinco primeros e interminables años de prisión cerrada.

La presencia inhibitoria del soldado, originó la conversación más extraña que he sostenido en mi vida, cuando debió ser un encuentro de comentarios sobre lo ocurrido. A los cinco minutos concluyó el casi mudo encuentro y ni imaginar la despedida. Nos atrevimos a preguntarle al soldado cuándo sería la próxima visita y entre dientes nos respondió que hasta después del juicio. La palabra juicio nos paralizó, pues ingenuamente habíamos pensado que mi padre desde ese lugar podría regresar a casa en breve y ese pronóstico oscurecía enormemente el futuro, por tanto, la sanción era segura. Mi padre fue sancionado a nueve años de encierro.

Estimo que, como nunca antes, fue tan pertinente la socorrida expresión de “no poder creer que fuese cierto”. El llanto y los lamentos de mi madre y mis tías al saber la noticia, fueron lacerantes; desde que tuve uso de razón me percaté de que mi padre era el bastión de la familia, el sostén económico, el solucionador de todos los problemas. Nos quedamos como vacíos, desamparados, infelices, destruidos, ciertamente… “morimos en vida”. Así iniciamos nuestra prisión familiar, con el zozobrante peregrinar por cuatro cárceles durante los cinco años de encierro forzoso de mi padre, hasta que, por enfermedad, le concedieron prisión domiciliaria para que finalizara su condena.

El primer centro de encierro fue una fortaleza-prisión. Se las ingenió para, con los familiares de presos más antiguos que residían en nuestro pueblo, enviarnos un “papelito” escrito a lápiz y así supimos lo que debíamos llevarle para la primera visita, o sea, de todo. Así iniciábamos los encuentros que, en esos cinco años de visitas a prisiones, se convertirían en parte inseparable de nuestras vidas.

En esa visita inicial, mi madre y yo como únicas autorizadas, caminamos unos minutos a lo largo de un pasillo del cual nos separaba un muro bajo, pero cubierto hasta el techo por una alambrada; ya había personas conversando con su familiar preso y no distinguíamos a mi padre, hasta que él mismo levantó la mano. Definitivamente, era otra persona, casi rapado, con aquel uniforme amarillo, delgado pero sonriente –no recuerdo una visita en que no sonriera–. Así fue nuestra primera visita y el inicio de muchas más.

Con anterioridad a esta prisión familiar, desde el propio año 59, tuvimos la persistente compañía del sentimiento de marginalidad y rechazo político-social, pues hasta algunos de los familiares que en otro tiempo fueron tan cercanos, se alejaron con diversos pretextos, aunque detectamos fácilmente sus verdaderos motivos. Esas circunstancias nos obligaron a vivir en dos mundos: el correspondiente a una familia políticamente estigmatizada y el mundo de dos adolescentes primero y dos mujeres después, que paulatinamente asumieron con responsabilidad la economía familiar, según se incorporaron a sus respectivas labores.

Con un amigo y contemporáneo, de probada fidelidad y confianza, siempre he comentado esa dualidad de vida, esos silencios a que nos obligaron las circunstancias, esas luchas intergeneracionales que muchas veces por incomprensión y otras por intransigencias propias de la edad, no permitían entender las diferencias y nos hacían ofender a los adultos de la familia con nuestro disentimiento por sus ideas políticas “atrasadas” que, a fin de cuentas, para ellos eran razonables, justas y pertinentes.

Solo el talento y la dedicación al trabajo permitieron la supervivencia y ya bien adultas, el reconocimiento profesional, aunque siempre bajo la sombra de los antecedentes políticos de nuestro padre, unas veces más visible y otras menos. Nos preguntábamos con frecuencia: ¿hasta dónde nos permitirán avanzar dentro de esta convulsa sociedad? Solamente una autoestima bien reforzada, el afán de realización personal, tratar de alcanzar en este mundo lo que proyectamos para el mundo disuelto, lograron el milagro. Era inevitable esta aparente digresión al hablar de la sanción de nuestro padre, para comprender hasta dónde nos dañó el hecho y al mismo tiempo, comprobar la inconcebible reacción del medio social. Hoy ancianas jubiladas, nos satisface haber transitado durante todos estos años, sin movernos del lugar donde nacimos y contemplar los cambios sociales imposibles de imaginar tiempo atrás.

El día de la visita, era casi un ritual para nuestra madre, colocar todos los alimentos ordenada y amorosamente en la jaba. Durante los dos o tres años que mi padre pasó encerrado en la fortaleza militar, el viaje desde el pueblo concluía en la capital, pero cuando lo trasladaron seis meses a una prisión en otra provincia, nuestra situación se complicó terriblemente. El viaje se extendía durante más o menos dos horas y concluía en un paradero improvisado e inhóspito, frente a un camino de tierra que debíamos desandar por seis largos kilómetros, con la imprescindible y valiosa carga y en compañía de nuestro “sol tropical”. El regreso de esos distantes sitios mejor no lo relato, imagínenlo por la hora de llegada a nuestro pueblo, casi siempre entre las once de la noche y una de la madrugada del día siguiente. Valía la pena ese sacrificio porque, a diferencia de la fortaleza militar, aquí podíamos tocar a mi padre, abrazarlo y besarlo.

En la fortaleza militar y en el campamento, se mantuvo usando el uniforme color crema con la negra letra P en la espalda y para quien ignore el mundo de la prisión política de las décadas del sesenta y setenta en Cuba, aunque pareciese banal, tenía un trascendente significado aceptar el uso del uniforme azul (preso común). Considero que mi padre no cedió en sus principios y al sufrir un infarto cardíaco, le cambiaron el color de su uniforme para que no se reconociera que aún infartado, estaba preso.

Las visitas en varias oportunidades fueron suspendidas y nos enterábamos al llegar a la prisión con nuestra carga. ¡Qué triste regreso a casa! Para mi madre esa situación era insoportable y solamente su inconmovible fe religiosa la mantenía en pie. Sufríamos todos, él dentro y nosotras… también. Para visitarlo en ese su último sitio de reclusión, el viaje también era largo, pero al menos concluía en el mismo pueblo; solamente debíamos caminar unos 600 u 800 metros de la parada del ómnibus hasta la prisión, donde el ambiente era diferente a los sitios de reclusión anteriores y, además, él conservaba mejor aspecto físico.

Mi padre fue liberado de su encierro forzoso en el año 1969, su excarcelación fue inesperada pero continuó, mejor dicho, continuamos en prisión domiciliaria hasta cumplir totalmente su sanción de nueve años. Su libertad, aparentemente, fue debida a la coyuntura infeliz de haber sufrido un infarto cardíaco y a otras condicionantes como la edad cercana a los sesenta años. Pienso que el verdadero motivo de su excarcelación fue haber cumplido más de la mitad de su condena en una prisión cerrada. Durante todo ese tiempo, solamente salió a la calle una vez en el año 1965, cuando murió su hermana más querida y le permitieron estar unas horas con nosotros en el velorio pues, aunque lo solicitamos, no lo autorizaron a quedarse para asistir al entierro. ¿No es cierto entonces que sufrimos una prisión familiar?

A nuestra casa regresó otro hombre y ese hombre encontró otras circunstancias familiares y sociales. Había desaparecido la multitud de “amigos” que inundaban la casa durante mis años de infancia y adolescencia; ni siquiera los más asiduos, porque unos escogieron el exilio (ya algunos fallecieron), a otros los apartaron los temores y prejuicios políticos, de lo cual nos alegramos mucho, pues en situaciones como las vividas, la decantación humana es inevitable y así se conservaron los escasos amigos fieles.

Mi padre, ya totalmente libre de su condena, nos acompañó durante veintisiete años ininterrumpidos compartiendo alegrías, tristezas, vicisitudes, carencias, nuevas amenazas, vigilancia permanente hacia su persona y todas las limitaciones inherentes al medio que nos rodea. Nunca más volvió a mencionar su salida del país, aunque por derecho, pudo haberse adscripto al programa migratorio especial para los presos políticos –realmente presos políticos, no la actual desbandada con mayoría de arrepentidos, oportunistas y ambiciosos– y que ofrecía el gobierno de Estados Unidos. Esa posibilidad de salida se valoró en familia y se rechazó, pues ya eran otras las circunstancias del núcleo familiar.

No quiso dejar su casa, ni la tierra que heredó de sus antepasados y que tanto amó. Cuando se marchó, se llevó bien guardadas sus vivencias de la prisión, pues sobre ese asunto confesó muy poco, aunque imaginamos casi todo, ya que con él –al menos esta familia– compartió esa prisión. Mi madre lo sobrevivió una década y tal como se lo pidió a su Dios fervientemente, su enfermedad mental degenerativa no le permitió estar consciente de su definitiva ausencia. Muchos años han transcurrido desde aquella primera visita a mi padre preso, pero estarán de acuerdo quienes lean mi testimonio que el tiempo… el tiempo… no lo borra todo. Las huellas de nuestra prisión familiar serán eternas. Ω

2 Comments

  1. Gracias por compartir la historia de su familia y de usted. Muchos mas de lo que la gente se imagina tuvieron que vivir ran desgarradora experiencia. Solo podemos rogarle a Dios pidiendole, que esto termine, y que nunca, nunca jamas se repita.

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