En ocasión de la 24ta. Jornada Mundial de la Vida Consagrada que se celebró el domingo 2 de febrero de este difícil año 2020, Mons. José Rodríguez Carballo, secretario de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, afirmó: “La vida consagrada está llamada a mantener encendida la lámpara del profetismo, convirtiéndose en faro para quien está desorientado, antorcha para quienes caminan en medio de las tinieblas, y centinelas para quienes no ven una salida en la vida”.
Los consagrados no deben de perder el propio carisma ni estar ajenos a las necesidades del mundo de hoy, por lo tanto, se necesita un retorno a las fuentes, al Cristo del Evangelio, vuelta al espíritu del fundador, comunión en la vida de la Iglesia, conocimiento del mundo moderno, renovación interior.
La vida consagrada nos invita a enfocar y hacer un balance de la vida a la que Dios nos ha llamado y al que hemos dado nuestro fiat. Ella es una oportunidad para enfocar específicamente nuestra vocación de seguir a Jesús en un modo específico de vida, en la cual debemos afrontar los desafíos humanos para la misión y la evangelización con absoluta confianza en Dios. Cada consagrado es testigo de Jesús y de la Buena Nueva del Reino de Dios a partir de los consejos evangélicos y de nuestro compromiso cristiano, porque la centralidad de nuestra vida está en Cristo.
Pero esta centralidad ha de ser vivida con profunda alegría. No podemos manifestar a Cristo, ni evangelizar, al margen de la alegría ni al margen de las realidades de hoy. Una vida religiosa detenida en normas o en ritos o en formas ya pasadas, sin dar el salto a Cristo, no es capaz de dar la felicidad ni de irradiar sentido de vida.
Esta experiencia de Cristo ha de ser vivida en un encuentro constante de oración para que podamos ser transparencia de Cristo. Es oración que nos modela desde la Palabra de Dios hasta configurarnos con Él, que nos hace experimentar en cada momento, de forma actualizada, la llamada de Dios y la locura de su amor en nosotros, pero también, una oración de entrañas abiertas y brazos de acogida, que nos lleve a una mirada profunda de la realidad de los hombres y a presentar esa realidad a Dios con todas nuestras fuerzas; que nos identifica con todas las carencias y las hacemos súplica al Señor. Es una oración, como la de Jesús, que nos sitúa, de forma contemplativa, en el corazón del mundo y en las entrañas de Dios; una oración, a veces dolorosa, porque nos descentra y nos desinstala y nos envía a las periferias de la historia.
Nuestra vocación tiene que hacernos testigos transparentes de esa verdad que da sentido pleno a la vida del hombre, que nos permite abrirnos al futuro con esperanza y que es fuente de gozo y alegría.
La vida consagrada en la Iglesia es su mejor tesoro. Y podríamos decir que hoy, de una manera especial, en obediencia al Espíritu y siguiendo el camino iniciado por el Papa Francisco, hemos de apostar con él, con valentía y sin miedo. No cabe decir que ya no estamos para estas cosas, todavía estamos para muchas cosas.
Nuestra vida tiene que ser luminosa, nuestras congregaciones tienen que ser luminosas, y desde sus destellos iluminar la vida de la Iglesia y ser transparencia de la presencia de Jesús, de modo que los hombres puedan reconocer en ella el misterio de Cristo.
Demos testimonio gozoso, alegre de la belleza de la vocación con la cual hemos sido enriquecidos sin mérito propio. Es un don, es una gracia y nosotros queremos, a pesar de las dificultades personales e institucionales, queremos decir que es bello, hermoso, seguir a Jesús como consagrados. Tenemos que ser protagonistas de la cultura del encuentro.
Sin embargo, en nuestra sociedad actual, la vida religiosa es vital como referencia de sentido, de fermento y de fraternidad. Deviene signo de que otro orden del mundo es posible, si lo hacemos posible en nuestras vidas y en nuestras comunidades.
Ciertamente, la realidad del mundo nos desafía con su individualismo y consumismo; con la gran crisis de valores e ideologías que hacen olvidar la problemática de los pobres; con una sociedad marcada por desigualdades, crisis de fe y de religiosidad.
Hoy como ayer tenemos un reto: optar por ser comunidades significativas y creíbles desde el carisma de cada congregación, para así mirar a este mundo con simpatía. Debemos mirar con la mirada de Dios, no somos ajenos a este mundo; se necesitan mensajeros humildes con fe modesta y dialogante; acompañar, hacer presente la gratuidad y el amor de Dios, viviendo la participación, la compasión, la esperanza… así seremos “misión abierta al futuro”. Todo esto sería una buena trayectoria para ir realizando un cambio de modelo y decir que otra Iglesia es posible.
¿Cómo podemos hacer que la Iglesia sea signo del Amor de Dios en el pueblo? Mediante el encuentro con otros, acompañamiento con respeto, tolerancia y espíritu crítico; un cristianismo crítico, ilustrado y abierto. Solo así podemos lograr una Iglesia acogedora y abierta al diálogo con el mundo.
¿Qué podemos aportar? Ser “SAL”, “LEVADURA”, “LUZ”.
Podemos proponer caminos abiertos a la transcendencia; fomentar actitudes de “reconciliación” y solidaridad. Crear comunidades fraternas que evangelicen el entorno y motiven para un cambio de valores personales y sociales, orientados a transformar la realidad del pueblo.
Tenemos el desafío de la misión abierta al futuro del mundo, de ser conscientes del papel que debemos ocupar, pero nos podemos preguntar: ¿Al servicio de quién estamos? ¿Dónde ponemos nuestras referencias? ¿Qué lugar ocupa Dios en estas preguntas? ¿Qué lugar ocupan las personas? Hay cosas que únicamente tienen sentido cuando se hacen por Dios.
Los consagrados deben ser muy conscientes de que su vida, como dice el Papa Francisco, “es como el agua, si no fluye, se pudre, y debe ser apreciada y valorada por aquello que es: una forma profética de vivir el evangelio, teniendo presente el carisma y los signos de los tiempos, conducidos siempre por el magisterio de la Iglesia”.
Hemos de preguntarnos si hoy somos novedad que llama la atención. Necesitamos vivir un proyecto, una misión que nos haga encontrar sitio y sentido en la Iglesia y en la sociedad; sirviendo al pueblo de Dios y a los laicos.
La llamada a la evangelización actualmente está en el centro de la misión de la Iglesia. La urgencia de la nueva evangelización exige que los religiosos sigan estando en vanguardia.
Salgamos a todos los lugares, en especial a las periferias, a ofrecer a todos el mensaje y la persona de Jesús.
El Santo Padre insiste siempre en la alegría del evangelio, en ser profecía como elemento imprescindible en la vida consagrada entregada cada día al mundo.
Tengamos presente que ¡ya es la hora!, como nos dice la CLAR, ¡No nos dejemos robar la alegría de evangelizar! ¡No nos dejemos robar la esperanza! Temer más a encerrarnos que a equivocarnos. Evitar el individualismo, la crisis de identidad, la caída del fervor. No al pesimismo estéril.
El sujeto y objeto de la evangelización es el Pueblo de Dios. Y en él peregrina la familia religiosa con sus diversos dones, carisma y misión, la cual debe darse y seguir siendo signo cada día del Amor de Dios en la fe del pueblo.
Termino esta pequeña reflexión en ocasión de la celebración de la Vida Consagrada el pasado 2 de febrero, Fiesta de la Presentación del Señor, con las palabras finales que nos decía sor Nadieska Almeida, Hija de la Caridad, presidenta de la CONCUR:
“Que el verdadero autor de la alegría insobornable nos bendiga siempre y nos conceda ser sus testigos hasta el final de nuestras vidas, que Él nos ayude a descubrir en lo más íntimo del corazón cuál es la hora y que nos dé la valentía de hacer todo lo que Él nos diga. Porque nuestra alegría es y será siempre una Presencia de Aquél que nos sigue llamando”. Ω
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