Con hijo, con libro, sin árbol

Por: Antonio López Sánchez

Con hijo, con libro, sin árbol
Ilustración: Iván Batista

Mientras usted lee estas líneas, es muy posible que alguna institución, o alguien amparado en cualquier disposición de una de estas, esté cortando un árbol en la capital cubana. En días recientes, en la Habana se ha levantado una ola poco menos que genocida contra esos verdes, útiles, pero indefensos aliados. En las redes sociales abundan los llamados, las quejas, las denuncias y hasta la copia de respuestas y declaraciones de diversas instancias cuestionadas ante el asunto. Sin embargo, no hay todavía un pronunciamiento gubernamental contundente y claro sobre el tema.
Son muchas más las preguntas que las respuestas. Una ciudadana recorre disímiles entidades afines al asunto y provoca el asombro ante su pedido: una autorización para, legalmente, siguiendo las reglas, poder sembrar tres árboles en sitios públicos. Diversas afirmaciones, sin que tampoco haya una respuesta oficial al respecto, dan por sentado que la madera se ha convertido en un nuevo negocio y que hasta se paga a los trabajadores de las empresas encargadas de la poda más dinero en tanto más árboles corten. En las redes sociales, además de crearse grupos para denunciar y protestar por el hecho de la poda excesiva y la tala de los árboles, hay plurales comentarios de personas que afirman haber contactado con autoridades diversas, programas y canales de televisión, así como con varios conocidos periodistas de los medios informativos nacionales y… tampoco nadie contesta a las inquietudes.
Este no es un trabajo de investigación. Es el comentario de un cubano de a pie que observa con tristeza e impotencia cómo los majestuosos gigantes que nos protegen del sol, que oxigenan el aire, limpian nuestro entorno y dan cobija a un sinnúmero de especies, son exterminados impunemente. No voy a enumerar los muchos beneficios que traen esos bondadosos amigos a nuestras vidas, aunque sí hago patente que me duele mucho cada vez que veo como alguno es asesinado con impúdica impunidad. Desconozco cuántos árboles hay en la capital, cuántos han sido muertos, cuántos dicen los planes que se deben sembrar, cuántos se sembrarán en realidad. Sin embargo, no hace falta dato alguno, tan sólo caminar un poco, para notar con preocupación cómo aumentan los tocones en todas partes. En cada calle donde cae un coloso exterminado por las codicias, la ignorancia y la desidia más que por las sierras, la ciudad, y todos nosotros con ella, pierde un pedazo de vida, de aire, de humanidad. Los árboles no pueden defenderse y nos dan mucho a cambio de nada.
Por años, cada primavera o justo al empezar el verano (justo cuando más falta hacía el frescor de la sombra), recuerdo la imagen de algún especialista, explicando por enésima vez en la televisión que la poda de los árboles en la ciudad tenía un estricto protocolo. Cada verano, en la realidad, las pobres víctimas del leviatán podador, quedaban con las ramas casi reducidas al mínimo, prácticamente sin follaje, en una lastimera e hiriente desnudez. Ellos, las muchas especies animales que los necesitan para sus vidas y los simples viandantes ahora expuestos al sol, de seguro ignoran tales protocolos, pero sí sufren sus malas aplicaciones.
Es obvio que los servicios de alumbrado, telefonía y electricidad, que alguna tubería importante o una edificación determinada, pueden sufrir daños por el crecimiento desmedido o por el deterioro de una planta envejecida o muy exuberante. En tiempos pretéritos se sembraron especies en las calles que por el crecimiento de sus raíces o sus ramas podían levantar las aceras y afectar instalaciones sanitarias, de alcantarillado o los cables del tendido. La poda, cuidadosa, o la tala si no quedara más remedio, son las acciones a tomar en cuenta en tales casos. Pero no creo que de pronto todos los árboles recientemente cortados empezaron a dañar cables o a amenazar paredes. Más, cuando es obvio que un árbol demora muchos años en crecer. Es fácilmente verificable que no todos los árboles cortados están enfermos o amenazan cables o viviendas. Muchos son ejemplares sanos, vigorosos, a los que quedaban muchos años de frescor y verde. Con sólo mirar las fotos publicadas en las redes, se nota que tanto árboles grandes como pequeños, sin importar especies o ubicaciones, han sufrido por igual ser reducidos a troncos coronados por un racimo informe de dolorosos muñones o a la muerte definitiva.
En nuestras ciudades, si bien hay disposiciones urbanísticas que seguir para las especies y lugares donde sembrar árboles, las debe haber también para cortarlos. Es obvio que ninguna de ellas se están cumpliendo ahora mismo. Leí o escuché que un país del medio oriente, semidesértico, se hizo una campaña para que la población, al comer una fruta, tirara a su paso las semillas en tierras junto a las carreteras o en sitios yermos. Los resultados se hicieron tangibles en muchos árboles frutales creciendo por todas partes. Si fuera una fake news, tiene tanta poesía y belleza la pretensión y la imagen que vale la pena repetirlo.
Hacen falta acciones concretas en este asunto. Hacen falta respuestas, medidas y castigos definidos, tanto al posible delito como a la indolencia y el desinterés de algún burócrata de silla con aire acondicionado. La pandemia, las colas, las carencias, siguen ocupando el primer lugar en las noticias y las acciones diarias de esta ciudad. Sin embargo, si sucede que se derrota al coronavirus, que por fin llega la abundancia, que la vida retoma su cauce habitual, entonces tendremos salud y comida en una ciudad enferma, más asfixiante, llena de áreas grises en lugar de verdes, sin sombra, ni fresco, ni flores, ni pájaros. Salvaremos a nuestros hijos, leeremos los libros donde se cuenten estos tiempos duros, pero no tendremos árboles.
Los árboles son pura vida. Demoran muchos años en crecer y apenas unos instantes en caer abatidos bajo la salvaje mano humana. Casi siempre, en acto de amor por el prójimo, por la vida futura, se siembran para disfrute de otros, para el mañana. Por tanto, es ahora mismo el mejor momento para sembrar un árbol o, al menos, para no asesinar más a los que todavía quedan. Hay que hacerlo por La Habana. Hay que hacerlo por todos y cada uno de nosotros. Hay que hacerlo por los árboles y por el futuro.

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