La tarde de los gatos

Por: Octavio Castillo Quesada

Vivían en un apartamento de los que tienen dos cuartos y una terraza improvisada, aún sin la licencia que debiera otorgar el centro de planificación física del territorio. Aunque con las comodidades básicas cubiertas, la verdad es que predominaban más los recuerdos que los lujos. A simple vista se trataba de una familia como cualquier otra de la capital cubana; rutinas marcadas, jerarquías consistentes y vida social pobre. Rodrigo, padre de familia dedicado y a veces, muy exigente. Ana era su esposa y madre de dos hijos: Gonzalo, adolescente de unos diecisiete años y Lucía, una niña de siete años de edad, traviesa y cariñosa, la alegría de la casa.

Rodrigo empleaba sus días trabajando como carpintero a unas cinco cuadras del edificio, en un local que había comprado el pasado año con los ahorros conseguidos en la venta de algunos de sus trabajos. Ana era ama de casa, ocupada siempre con los quehaceres del hogar, con poco tiempo restante. Había estudiado filología, pero decidió dejar los libros para dedicarse por completo al cuidado de sus hijos mientras su esposo, con el que se casó hace veintiocho años, llevaba el pago de las cuentas y velaba por las necesidades económicas del hogar.

Su primogénito pasaba por una de las etapas más difíciles en la vida de cualquier persona, la adolescencia. La mayor parte del tiempo se encerraba en el cuarto, el cual compartía con su hermana, cosa que cada noche causaba conflictos entre ambos y Lucía terminaba jugando en medio de la sala. Sus muñecas vivían debajo del sofá en el que descansaba su padre cuando terminaba de bañarse después de un largo día de trabajo; más de una vez eran arrastradas al balcón por falta de espacio. Entonces, para evitar molestias, la niña corría a la ventana que tenía vista a la terraza y contemplaba el vuelo de las aves, que poco a poco desaparecían para dar paso a la noche, y algún que otro gato que se acercaba en busca de alimentos, espantados casi siempre por su madre al preparar la cena.

Cada día ocurría lo mismo. La rutina de la casa se mantenía entre el trabajo y el descanso, dentro y fuera de la misma. Las dificultades nunca estaban ausentes. El padre, agobiado por las cosas de siempre, había adquirido un comportamiento robótico. Apenas llegaba del trabajo tomaba el teléfono para solucionar ciertos problemas laborales y planificar las ventas de los muebles que creaba. Llevaba en su espalda todo el peso de los gustos y necesidades de su esposa e hijos. Víctima del estrés, por decisión propia había decidido asistir a terapia a comienzos de año, abandonando las consultas precozmente. Todavía retumbaban en su cabeza las palabras de la psiquiatra, que hizo todo lo posible por ayudarlo, pero en estas situaciones la cooperación del paciente es imprescindible, dijo.

Gonzalo notaba la escasez de tiempo e indiferencia de su padre al regresar a casa. Extrañaba esas conversaciones que tenían unos años atrás, cuando este le enseñaba a utilizar sus herramientas después de clases. Recordaba que era su momento favorito del día, sacrificaba sus partidos de futbol para pasar tiempo con él. No podía comprender cómo las cosas habían cambiado tanto con el paso de los años. Adaptándose todavía a las nuevas circunstancias, se centraba en intentar encajar en su grupo de iguales y eran muchas sus exigencias materiales, lo que unido a la presión de los padres en lo que a estudios se refiere, resultaba en que el muchacho prefiriera mantenerse al margen de todo lo que sucedía en la casa.

Lucía, como cada tarde antes de la cena, corría a la ventana. Su amor por los animales era notable; sin embargo, las condiciones físicas del apartamento le impedían tener una mascota. A escondidas, tomaba un trozo de pan y lo arrojaba por la terraza para llamar la atención de los felinos abandonados, que por mucho tiempo han sido su más agradable compañía.

Por otro lado, Ana preparaba la comida de todos. Entre platos, toallas e instrumentos de limpieza intentaba recordar algunos ejemplares de la literatura universal que había leído en sus años de juventud, cuando con mucha emoción decidió dedicarse al estudio de las letras. Pensaba en cómo su tiempo era tan escaso, en los años que llevaba sin tomar un libro en sus manos, en el almuerzo del día siguiente y en ese concepto que un psicólogo en la radio mencionó con toda la intención: “síndrome de la mujer sobre-exigida”. Le había parecido interesante y una parte de ella, desde el subconsciente, se sentía identificada.

Un día de tantos mientras Ana servía la mesa, Rodrigo llegaba del taller consumido por el cansancio y las preocupaciones que ya formaban parte de sí mismo, cuando al abrir la puerta tropezó con uno de los juguetes de la pequeña. Enojado se dirigió a la cocina. Ana lo esperaba con una noticia. Su hijo había comentado que no tenía interés alguno en presentarse a las pruebas de ingreso para entrar en la universidad, explicando que su deseo era ser carpintero como su padre. Este, disgustado con los altos y desconsiderados decibeles que sonaban en casa de un vecino, perdió la paciencia y tomó el plato servido de su hijo lanzándolo de una vez a la terraza.

Lucía estaba allí, como siempre, en la ventana. Esta vez tapando sus oídos con las manos para escapar de los gritos. Motivados por el olor de la comida, se aproximan sigilosamente a la terraza varios gatos. La niña exclama sorprendida, nunca había visto coincidir tantos animalitos. Asustados, el resto de la familia se dirige a la ventana, cesa la discusión y fijan la mirada en el acto que tanta curiosidad le produjo a su hija. Asombrados, inesperadamente notan ciertas similitudes con el grupo de felinos.

En sus mentes sucedían una serie de imágenes centradas en el hecho, en cómo estos animales desprovistos de todo, a golpe de instintos y alguna que otra emoción, eran capaces de convivir y compartir sin tanto arreglo, a pesar de que cada uno de ellos enfrentaba condiciones difíciles. Eran independientes y al mismo tiempo capaces de permanecer juntos por el poco tiempo que fuese, y aun así, eran felices.

Lucía sonríe, toma las manos de sus padres y en silencio agradece a quienes han sido sus acompañantes durante tanto tiempo. Por primera vez sentía que su vida era más completa, la ventana que la acogía, esa tarde fue más que nunca un motivo de alegría. Recordaría para siempre ese momento en familia, esa tarde de los gatos.

Se el primero en comentar

Deje un comentario

Tu dirección de correo no será publicada.


*