Cada vez que uno ve una película no tiene por qué estar buscando si se le parece a otra. Sea un remake o contenga homenajes a obras del pasado, el nuevo filme es una unidad emancipada, por lo cual responde a cierta dependencia epocal y a libertades ideoestéticas y artísticas. Sucede que cuando vamos acumulando mucho cine visto, es más fácil apreciar vínculos directos o cruzados. De esta manera se puede despertar el interés del espectador y, para el crítico e historiador del séptimo arte, le facilita notar asociaciones y compartirlas en sus textos. Eso sí, no es preciso haber recepcionado casi toda la cinematografía mundial –porque eso es imposible– para percatarte de cuándo estás en presencia de una buena o mala obra artística.
Si bien hay industrias donde algunos géneros se les dan de mejor forma y contenido que otros, lo importante es reconocer que cuanto hacen debe valorarse por encima de clasificaciones. Es determinante, con frecuencia, obviar temores o menosprecios, si queremos entender una película asociada, claro está, a la historia cultural a la que pertenece, pero que merece evaluarse en el presente. A veces una obra refiere más el tiempo en que fue realizada que de la época de que trata. De ahí la importancia de recordar que no es lo mismo hablar del cine español de la Guerra Civil o del período franquista que sobre el de la misma después de 1975.
Asimismo, es necesario aclarar que, aunque algunos descreídos menospreciaron –aún lo hacen– el cine español de terror, el país ibérico posee joyas del género. Segundo de Chomón y Edgar Neville iniciaron el llamado fantaterror que luego tuvo una acogida durante los años sesenta y setenta del siglo XX. Desde Jesús Franco hasta Alejandro Aménabar, la lista de cineastas españoles es enorme y muy atendible por sus aportes al género y sus relaciones con los espectadores. No se olvide tampoco que la versión en castellano de Drácula (1931), de George Melford, contó con un elenco multinacional y se rodarían muchas escenas en suelo español. De manera que el terror es digno de consideración en un país con un recorrido de hacedores y cinéfilos.
Ahora se ha estrenado Malasaña 32 (Albert Pintó), película que retoma las casas embrujadas –tan habituales en las tramas de terror–, pero, ¿acaso tendrá pretensiones de conectar reflexiones socioculturales y hasta políticas con lo que sucederá de puertas hacia adentro?
Conecta mucho con Poltergeist (Tobe Hooper, 1982), aunque no tiene las pretensiones de El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006). Por cierto, estas dos películas de Guillermo del Toro, donde se mezcla terror y fantasía con una imaginación extraordinaria, son dos de los relatos más ocurrentes con el trasfondo de la Guerra Civil Española. Uno de los más poéticos y hermosos sería El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973). Ahora con Malasaña 32, la trama transcurre sobre todo después de la muerte de Franco. El conflicto entra y se desarrolla por cuenta de un espíritu representativo de los días del nacionalismo franquista. ¿Habrá más que referencias hacia ese pasado?
Reconozcamos que la trama está construida sobre el encadenamiento de instantes aterradores que aceleran la tensión por las subidas de tonos, el matiz dinámico de la transición o el crescendo retomado de su banda sonora. Aquí se vuelve a transitar del misterio a la creencia. Ya sabemos que está el aparecido, que no todos los miembros de la familia pueden verlo y que está dispuesto al daño. Uno, con los personajes, llegará a preguntarse por las razones de la maldad.
Gritos y susurros, puertas que se abren y cierran, luces que se apagan, sillones que se mueven, la simulación a través de los cristales, el edificio antiguo y laberíntico…, nada nuevo bajo el lente de la cámara. No obstante, los momentos de los papelitos que se pasan de un cordel a oro y el niño conversando con un títere televisado son sugerentes. Pero esas sutilezas de lo recóndito del El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999) y Los otros (Alejandro Amenábar, 2001) no se esperen.
No quiere ser la típica película de muertos ensangrentados y espíritus asesinos. Sin embargo, más que populares maneras de asustar al espectador, termina siendo demasiado efectista. Y es una pena porque Malasaña 32, que exhibe una puesta en pantalla muy atrayente, arrastra una historia de vida complicada, la necesaria, para haberle otorgado más enjundia al relato narrado. ¿Puede la intolerancia seguir castigando a un alma en pena? He aquí la confirmación. ¡Qué manera de echarle más leña al fuego! Mas ya la película ha avanzado tanto como para identificarnos con las razones del espectro quejoso y discrepante.
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