Desde los inicios del cristianismo, san José ha ocupado un lugar muy especial dentro del santoral católico. San Ireneo de Lyon en su tratado Adversus haereses afirma que al igual que este cuidó amorosamente a María y se dedicó con empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que María es figura y modelo. Asimismo, exaltaron su figura, a partir de los breves pasajes evangélicos referidos a él, otros Padres de la Iglesia como san Juan Crisóstomo, san Jerónimo y san Agustín.
A partir del siglo XIII, los franciscanos tomaron al santo como modelo de fidelidad, humildad, pobreza y obediencia y en el xvi, santa Teresa de Ávila, en el Libro de la vida, recomienda encarecidamente la devoción a él, con un personalísimo testimonio de sus bondades. No es extraño, pues, que el Papa Pío IX lo declarara patrono de la Iglesia Universal y que unos años después, en 1889, su sucesor León XIII le dedicara su encíclica Quamquam pluries. Allí, a propósito de la época en que escribe, marcada por los conflictos sociales, los ataques a la Iglesia y el ascenso de un laicismo que dejaba al margen la expresión de lo religioso, recomienda encomendarse al Carpintero de Nazaret:
“Él se impone entre todos por su augusta dignidad, dado que por disposición divina fue custodio y, en la creencia de los hombres, padre del Hijo de Dios. De donde se seguía que el Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel honor y aquella reverencia que los hijos deben a sus propios padres. De esta doble dignidad, se siguió la obligación que la naturaleza pone en la cabeza de las familias, de modo que José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia. Y durante el curso entero de su vida él cumplió plenamente con esos cargos y esas responsabilidades. Él se dedicó con gran amor y diaria solicitud a proteger a su esposa y al Divino Niño; regularmente, por medio de su trabajo consiguió lo que era necesario para la alimentación y el vestido de ambos; cuidó al Niño de la muerte cuando era amenazado por los celos de un monarca, y le encontró un refugio; en las miserias del viaje y en la amargura del exilio fue siempre la compañía, la ayuda y el apoyo de la Virgen y de Jesús. Ahora bien, el divino hogar que José dirigía con la autoridad de un padre, contenía dentro de sí a la apenas naciente Iglesia”.
A título seguido, propone a la humanidad que los padres de familia, la gente de origen noble, los ricos y también los trabajadores y artesanos tomen como modelo al varón ejemplar:
“Pues José, de sangre real, unido en matrimonio a la más grande y santa de las mujeres, considerado el padre del Hijo de Dios, pasó su vida trabajando, y ganó con la fatiga del artesano el necesario sostén para su familia. Es, entonces, cierto que la condición de los más humildes no tiene en sí nada de vergonzoso, y el trabajo del obrero no solo no es deshonroso, sino que, si lleva unida a sí la virtud, puede ser singularmente ennoblecido. José, contento con sus pocas posesiones, pasó las pruebas que acompañan a una fortuna tan escasa, con magnanimidad, imitando a su Hijo, quien habiendo tomado la forma de siervo, siendo el Señor de la vida, se sometió a sí mismo por su propia libre voluntad al despojo y la pérdida de todo”.
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