Setenta y cinco años contagiando esperanza

Por: Sor Indira González Shoda, S. de M.

María Jesús Miranda Juango
María Jesús Miranda Juango

En el corazón del Vedado, en La Habana, hay un libro de páginas vivas; les voy a contar su historia.

Se trata de nuestra querida María Jesús Miranda Juango, la religiosa pequeña de corazón gigante y manos pródigas. Nació en Aizoain, Navarra, del matrimonio formado por don Tomás y doña Julia, el 13 de enero de 1928. Este hogar fue bendecido con el regalo de sus diez hijos, de los cuales cuatro serían Siervas de María Ministras de los Enfermos.

Nuestra hermana emitió su profesión religiosa el 4 de julio de 1946, en Burlada. Unos meses más tarde, el 10 de febrero de 1947, cuando los viajes eran de ida pero no de vuelta, zarpó hacia La Habana, adonde llegó para quedarse.

Setenta y cuatro años han sido testigos del amor “cubano” que María Jesús ha ido gestando en su corazón, traduciéndolo en gestos concretos de acogida, cercanía, apertura para integrar la diversidad cultural, el clima distinto, los vaivenes de la historia.

En 1960 fue una de las catorce Siervas de María que permanecieron en La Habana, después de ver marchar a más de doscientas hermanas que vivían en la Isla. Fueron tiempos difíciles marcados por la incertidumbre, la soledad, la intemperie… María Jesús y sus trece compañeras decidieron continuar siendo esa luz pequeña que cada noche alumbraba las calles de la ciudad y devolvía la esperanza al rostro de sus pobres y enfermos.

De 1985 al 2000 desempeñó el servicio de maestra de novicias, enseñando a las jóvenes cubanas cómo ser mujeres consagradas felices, siguiendo las huellas de Jesús de Nazaret y ensanchando el corazón para acoger y transformar la sociedad, desde el servicio pequeño, puntual, efectivo y eficaz. Pero quizás la etapa de su vida que más nos marca es la que inicia a finales del año 2000, en la portería de nuestra casa de 23 y F. Allí llegan numerosas personas, pobres, deambulantes; todos necesitados del pan material, de un medicamento o de unas puertas abiertas que les ofrezcan “un abrazo de humanidad”. Y ese abrazo lo reciben en el gesto misericordioso de “la madre de todos”, como suelen decirle. ¡Cuántos bocadillos preparados!, ¡cuántos vasos de agua!, ¡cuántos pasos de todos los días, conjugando paciencia con bondad, sus noventa y tres años con una jornada normal de trabajo!

Por esta razón, sus palabras en la Eucaristía por sus setenta y cinco años de vida consagrada no nos suenan “vacías”, sino muy vivas y reales:

“Hoy es un día de dar gracias a Dios por su fidelidad, no porque sea mi fiesta, sino porque todo se lo debo a Él que ha sido fiel hasta ahora y seguirá siéndolo, yo le he fallado varias veces pero Él es misericordioso. Le doy gracias infinitas a Él, a mis padres porque me trajeron a la existencia con tanto cariño, me educaron en la vida cristiana junto con mis nueve hermanos, fuimos muy felices en familia. También doy gracias a mi comunidad que siempre me ha ayudado a vivir la fe, se ha desbordado en cariño, en ternura, en delicadeza; he vivido con las Siervas de María setenta y nueve años, contando el tiempo de formación. Doy gracias a todas ellas, sobre todo a las que ahora no están conmigo pero que me han ayudado en los momentos difíciles. También a monseñor Juan García, a quien tanto aprecio, a todos los concelebrantes, para mí ha sido una emoción tremenda porque yo no los esperaba, me han dado una sorpresa enorme… Muchas gracias, pidan por mí al Señor para que sea fiel hasta la muerte. La única pena que tengo es que no están conmigo los pobres, a quien tanto yo quiero, porque la pandemia me ha separado un poco de ellos, pero hoy le pido al Señor por todos para que les conceda lo que necesitan. Muchas gracias, yo diría como nuestra santa fundadora: ‘No sé cómo dar gracias al Señor por tantos beneficios’. Muchas gracias a todos, gracias, gracias”.

 

Me atrevo a asegurar que La Habana sin María Jesús perdería algo de su ser “real y maravillosa”. Sin personas como ella se nos va el encanto, la ternura, la esperanza. Quizás su “grandeza” es precisamente cultivar la sencillez, servir como lo más natural del mundo, dejar que el cariño salga por esos gestos suyos “tan navarros”, y que todos, una vez conocidos, anhelamos. Ω

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