A Rufo Caballero
“…tal vez porque fue el mejor crítico de su siglo, tal vez para reencontrar por fin esa originalidad que con tanto interés buscó él, aunque para buscarlo no se le ocurriera nada mejor que enviar a los artistas de nuestro siglo a garajes neoyorquinos donde solo se ha podido pintar o escribir con actitudes senequistas y portes estrafalarios de muñecos mecánicos”.
Enrique Vila-Matas
Como todo crítico, Charles Baudelaire (1821-1867) se debate entre el encargo escritural y la disposición expresiva. Tal vez es cuanto nos lleva a preguntarnos por las circunstancias y aptitudes de aquel que, con veinticuatro años, escribe Salón de 1845 (1845) y más tarde Curiosidades estéticas, volumen aparecido póstumamente en 1868. Si miramos la cronología de un texto a otro, no ha pasado tanto tiempo, habida cuenta de que el reconocido poeta y traductor insistiría en la crítica de arte durante su corta vida.
Ahora, ¿esperan las aptitudes por las circunstancias o cuando estas emergen ya aquellas están a la expectativa? Para la promoción y consumo de obras de arte no tiene que haber un público, sino más bien clases de públicos. Diferencia dada por la posibilidad adquisitiva de mecenas e individuos pudientes y por el veredicto de expertos. Los primeros tienden a comprar cuando los segundos legitiman, por escrito, los inicios de un artista o aquietan sus obstinaciones. El español Fernando Castro Flórez no ha podido exponerlo mejor: “Creo que los mejores críticos de arte son aquellos que excluyen e incluyen al mismo tiempo; es decir, aquellos que por su modo de escribir y de comportarse son capaces de escapar de la atonalidad o la ausencia de matizaciones y que son capaces de decir lo que piensan, que finalmente es el imperativo de la crítica”.
El crítico, audaz por conocedor, irrumpe en los espacios de exhibición como dependiente pasajero de la creatividad ajena. En definitiva, es un mediador inevitable del destino artístico o de un canon estético. Gánese el pan o no escribiendo sobre arte, la soltura y sinceridad receptivas, trocadas asimismo en “necesidad y buena voluntad”, son condiciones definitorias del entrenado en el gusto que orienta su juicio.
En Salón de 1846 (1846) Baudelaire catapulta al hoy clásico Eugène Delacroix, quien prefiere la compañía de literatos y músicos a la de pintores. De hecho, es en un salón literario donde el pintor conoce al crítico. Surge la amistad y Delacroix es promovido como nunca. En 1863 Baudelaire retoma al autor de La libertad guiando al pueblo y un año después integra un grupo en la pintura Homenaje a Delacroix, de Henri Fantin-Latour.
¿Pudiera interesar cómo escribe Baudelaire la crítica de arte? No caben dudas. El crítico se mide por su talento como escritor. Atañen las buenas ideas. Pero, para que figuren como tales, conviene enunciarlas por medio del discurso impreso. No se espere comunicación sin eficacia expresiva. Si bien para la curiosidad de un lector contemporáneo, sospechamos que le importará más saber de qué o de quién comenta Baudelaire y hasta cuáles son sus criterios sobre la propia crítica: el asunto sobre el tema o, mejor, el asunto con el tema como telón de fondo. Baudelaire y la crítica de arte se presenta cual testimonio epocal de las consideraciones culturales del crítico poeta y de esas ideas que componen su credo estético.
¿Qué encontramos en su crítica de arte? Primero: pedidos a partir de situaciones (fundaciones de galerías, museos y colecciones particulares) que, en principio, han variado poco. Existe una multitud1 –no toda– ansiosa de ofertas artísticas. No obstante, para educarla en el gusto es preciso conocer de antemano qué puede ofrecérsele, más allá de los espacios, sin que ello suponga una única u homogénea propuesta para confinar la franqueza de la mirada. Acaso demore el público en familiarizarse con la visión justa, conquistada a través del saber progresivo que se goza. Conocimiento sin deleite no vale la pena. Aquí el crítico evoca la máxima de Santo Tomás de Aquino: “Ten afición a tu celda si quieres entrar en la bodega del vino”.
Por cuanto procura, la reflexión baudeleriana sobre la crítica es, sin dudarlo, vigente. Repárese en los siguientes ejemplos: “Yo creo, sinceramente, que la mejor crítica es la que resulta entretenida y poética; no esa otra fría y algebraica que, bajo pretexto de explicarlo todo, no tiene ni odio ni amor y se despoja voluntariamente de toda especie de temperamento”; más adelante añade: “para tener razón de existir, la crítica debe ser parcial, apasionada, política, eso es, realizada desde un punto de vista exclusivo, pero que sea el punto de vista que abre mayor número de horizontes”. Parcial, apasionada y política… esto no acaba de entenderse por quienes critican a los críticos.
En estos textos también advertimos solicitudes a los autores. Por ejemplo, la de amparar con el saber la vitalidad artística. Pero antes, el escritor aboga por la individualidad y espontaneidad del creador, ambas actitudes relacionadas con la idea de la originalidad que, en el caso de Baudelaire, parece desentenderse de referentes lejanos y hasta del método comparativo. “No conozco problema más desconcertante para el filosofismo y la pedantería, que el de averiguar en virtud de qué ley los artistas más opuestos por sus métodos evocan las mismas ideas y agitan en nosotros sentimientos análogos”, escribe en 1855. ¿Habría que ver si lo aplica para su persona con respecto a críticos de arte antecesores como Diderot? A decir verdad, al estar en contra del arte oficial de su época, exterioriza su confrontación referente a artistas del pasado y nuevos creadores. De modo que compara y sabe cuánto significa la tradición académica o el dominio de “pintores ilustres” ante distintos temperamentos artísticos. Esto lo conecta con José Martí.
Martí relaciona el concepto de originalidad e incluso el de autenticidad con la procedencia e interpretación de las fuentes, como bien recuerda Misael Moya Méndez.2 La creación, así no lo declare, avanza con las fuentes o las influencias. Léase cuando vincula a Velázquez y Goya con discursos pictóricos posteriores como el Impresionismo. Por su parte, para Baudelaire la novedad en el arte concierne a sus opiniones sobre la espontaneidad y autenticidad asociadas a la imaginación. Imaginar es crear. Lo contrario es el calco literal: “El artista puede irradiar una técnica exquisita, pero –si esta es reflejada de manera mimética, repetitiva y con una fría intención de reproducir más que de crear– la aceptación decae a ojos de críticos como Baudelaire o Martí”.3
Para el Romanticismo, el inconsciente —que no es sinónimo de la imaginación— constituye el fundamento de la existencia espiritual y es en el interior del hombre donde mora el ser originario. Le toca, sobre todo al poeta, compartir esa experiencia de aprehensión de lo Absoluto mediante el lenguaje. De ahí que Novalis, antes que Baudelaire, conciba la poesía como la representación de lo irrepresentable: “Ve lo invisible, siente lo no sensible. El arte es una religión creada por la poesía”. Ahora, imaginar para el crítico francés no supone un distanciamiento de la claridad de la conciencia. La imaginación parte de (y se ampara en) la intimidad de las cosas para enriquecerlas. En carta al ornitólogo Alfhonse Toussenel le confiesa que “la imaginación es la más científica de las facultades, porque solo ella comprende la analogía universal, eso que una religión mística llamaría la correspondencia”.4 Cuando se la exige a los artistas, recuerda: “La imaginación que sostenía a aquellos grandes maestros extraviados en su gimnasia académica, la imaginación, esa reina de las facultades, ha desaparecido”. Él, como Rimbaud, no renuncia a la belleza del mundo sensible. Tampoco lo hace Oscar Wilde, para quien el misterio se encuentra en lo manifiesto. No obstante, es Baudelaire un romántico que abraza el simbolismo desde la publicación en 1857 de Las flores del mal.
Más que las figuras simbólicas, habría que examinar tal vez, no ya en su obra poética, sino en sus críticas de arte, la alegoresis como forma precursora de descifrar imágenes desde los temas y asuntos en las producciones artísticas. No en vano admitiría: “Todo para mí deviene alegoría”. La cuestión se vuelve más tentadora cuando sabemos que él –exceptuando el invento fotográfico, del que se sirve– sospecha del progreso moderno en virtud de adelantos tecnológicos como el vapor, la electricidad…, “mediadores” de una mejor calidad de vida. Le sumamos, además, la importancia que le concede a lo psicológico y a la influencia de lo político-social en la personalidad del artista. ¿Puede alguien que aterriza demasiado en la exterioridad mundana adoptar el simbolismo? No es problema para un intelectual creativo y centrado como Baudelaire. Sabe separar las cosas y relativizar. Su afinidad crítica con la alegoría será –si no lo ha sido ya– contenido oportuno para un nuevo ensayo. No le toca ahondar en el momento a este prologuista.
Al atender sus ideas más directas, asoman otras como si el mismo Baudelaire se preguntara: ¿Más allá del encargo, qué hay detrás de la obra de arte? ¿Cuáles son las pretensiones del creador? ¿Qué ha logrado? Y antes de las anteriores interrogantes, ¿frente a qué artista estoy? De vez en cuando, el crítico enseña imágenes más descritas que argumentadas. Pero no se echa a ver, pues por intuición o retentiva, despliega a la par una lucidez apreciadora tan sugerente que provoca seguirlo. ¿Impresionista Baudelaire? Sí, pero no tantas veces como se ha dicho. Ni siquiera se molesta alguien que, como él, no teme tomar partido para al instante establecer afinidades entre las artes: música, pintura, teatro y literatura.
Aunque puedan coexistir, no se confunda la interrelación artística con lo ecléctico. A más y mejor de escoger entre la variedad, el eclecticismo puede revelar un cuidado hacia lo conocido o al acoger una novedad. Se aleja de lo monotemático, aunque no descrea de la especialización. Lo suyo es la oportunidad de discernir y disponer entre desiguales posturas. ¿Qué dice Baudelaire? No es cuidado lo que revela el ecléctico, sino duda. La duda ha engendrado el eclecticismo y sus partidarios no se concentran. Aburridos enseguida, “les falta una pasión”. Entendemos los argumentos baudelerianos hasta que, en el cierre de su texto “Del eclecticismo y la duda”, afilia la interrelación artística con el eclecticismo. Ello lo lleva a contraponer el contenido de sus páginas. Pone en entredicho lo que practica como crítico en virtud de las analogías. Léase lo siguiente: “La duda ha conducido a algunos artistas a implorar el socorro de todas las demás artes. Los ensayos de recursos contradictorios, la usurpación de un arte en el terreno de otro, la importación de la poesía, del ingenio y del sentimiento a la pintura, todas esas miserias modernas son vicios particulares de los eclécticos”. El eclecticismo pudiera ser contraproducente cuando no se controla la diversidad de los puntos de vista asumidos en favor de una buscada armonía. Mientras el conjunto no impida la aparición de algo harto identificable: un criterio personal en el caso de un estilo, un gusto, una poética…, bienvenida la selección de aquí y de allá, de ayer y hoy. El ecléctico es, para Baudelaire, un sujeto mariposeante, si bien cuando quiere ser afectuoso le atribuye “una inteligencia tan inquieta” a un ecléctico como L. Coignet.
Abundan sus agrados y mortificaciones. Escribe de Ingres, David, Courbet, Géricault, Goya, Daumier, Hogarth, Cruikshank, Pinelli, Brueghel… y, claro, de su admirado Delacroix. Algunos de ellos afines con figuras mencionadas como Rafael, Poussin, Carracio, Rembrandt, Rubens, el Veronés… Destaca a pintores que quedan en el camino o interesantes uno por uno para su época como Haussolier y Chazal. Le gustan Constantin Guys, George Catlin, Watteau, Corot… ¡Las señoras Frédérique O’Connel y Lizinska Aimée Zoé Rue! Detesta a Horace Vernet y a veces menosprecia a Meissonier y Manet.
Analiza el color, la línea, la luz, la atmósfera. Piensa que tanto el asunto como el estilo deben verificarse según la unidad de lo representado. Sus dictámenes sobre el paisaje, el retrato, los cuadros históricos, la caricatura, la escultura en relación con la pintura son muy agudos. Valga por lo pronto decir que, para él, la escultura es una manifestación adicional y aislada, mientras la pintura es un arte de razonamiento profundo que solo puede disfrutar quien se exija una iniciación particular.
¿Cómo asumen sus escritos los artistas? ¿Qué se sabe de sus tratos con colegas de profesión? ¿Cuánto lee a John Ruskin y Walter Pater? ¿Cuánto lo estudia Oscar Wilde? Thomas de Quincey sí lo influye decididamente. Su coterráneo Sainte-Beuve, antes su amigo, es muy severo con él. Alguna inquina personal interviene. Sin embargo, plumas legitimadoras de la época como la de Barbey d’Aurevilly y Théodore de Banville le reconocen los méritos escriturales. En cuanto a la “progenie de Baudelaire” es aún muy extensa como para mencionar nombres.
Cuando lo leemos, apreciamos cuánto influye en detalles y generalidades la crítica de arte martiana. No obstante las similitudes entre ambos, Martí es más amable e igual de exigente y creativo. ¿Qué clase de crítica concibe Baudelaire? Descriptiva, entretenida y perspicaz. Pudiera ¿contradecirse?, en ocasiones. Pasando por etapas de escritura, tiene el derecho de variar cuanto piensa. Sucede que, al leer los textos por separado, como si fueran independientes, pareciera que al francés le asiste siempre la razón. Con frecuencia divierte en su intento de aminorar su tono severo. Si no es sarcástico, entonces deja fluir esa actitud jocosa como cuando al abordar al escultor James Pradier escribe: “Ha pasado su vida engrosando algunos torsos antiguos y ajustándoles por el cuello peinados de chicas mantenidas”.
¿Cómo leer Baudelaire y la crítica de arte? En un principio, de manera lineal. Es lo estándar para apreciar transiciones estilísticas y pensamientos estéticos. Pero la obra resiste, sin inconvenientes, la lectura desordenada, libre y orgánica. Una vez que el lector descubre a Baudelaire o se le consulta o se le estudia. No determina ni lo secuencial ni la lectura autónoma, sino la intensidad apreciativa.
Su crítica de arte es razonable y apasionada como su propia vida. Intenta pero le cuesta ser un dandy por excelencia. No goza de fortunas promisorias como la de George Bryan Brummell o la de Lord Byron, ni puede darse los gustos que se permite Oscar Wilde antes de irse cuesta abajo. Cuando más, es partícipe de un dandismo malogrado por sus excesivos descuidos: constantes deudas e incluso una tentativa de suicidio. Sifilítico y víctima de crisis gástricas, no deja de ser un don Juan. Prueba mitigar el dolor físico y espiritual consumiendo drogas como el opio y el hachís. Al morir el 31 de agosto de 1867 tiene cuarenta y seis años. Se le nota el sufrimiento por dentro y por fuera. Su cuerpo semeja el de un hombre de avanzada edad. Amigos y estudiosos registran en la obra del literato maldito muchos libros de crítica. No más que los de poesía. Hay una explicación: Charles Baudelaire quiso siempre avivar como poeta los territorios del arte. Ω
Notas
[1] Dice Baudelaire en “A los burgueses”, en Salón de 1846: “Y jamás, en ninguna noble empresa, has dejado la iniciativa a la minoría inconforme y sufriente que, por lo demás, es la enemiga natural del arte, pues dejarse adelantar en arte y en política es suicidarse, y una mayoría no puede suicidarse”.
2 Misael Moya Méndez: José Martí: la originalidad en el arte, Santa Clara, Editorial Capiro, 2003.
3 David Leyva González: Notas de un poeta al pie de los cuadros, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2016, p. 24.
4 Varios autores: Literatura epistolar, Estudio preliminar de Alfonso Reyes, Conaculta Océano, España, 1999, p. 157.
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