Notas del año de la Covid (9)

Por: José Antonio Michelena y Yarelis Rico Hernández

Ante la escasez de todo tipo, las colas afloran en cualquier rincón habanero.
Ante la escasez de todo tipo, las colas afloran en cualquier rincón habanero.

Transitamos por el octavo mes del año lidiando con la Covid-19. Hubiéramos querido vivir todo este tiempo en una cápsula, en una cámara hiperbárica, en hibernación, y salir afuera solo cuando todo pasara. Pero han sucedido tantas cosas en la aldea global en estos siete meses… Y qué es la vida sin la experiencia del día a día, de lo que acontece y nos acontece.

Por muy aislados que estuviéramos, no podíamos estar sin escuchar el latir del mundo, las múltiples historias, desde el origen y la propagación del nuevo coronavirus y el seguimiento a la crisis sanitaria, hasta los efectos sociales por la asfixia de un afroamericano por un policía en Minneapolis. ¿Acaso no es todo un solo relato?

En la Isla no hemos estado ajenos a los sucesos de afuera, pero también adentro han pasado cosas. Y para todo hay criterios y posicionamientos que provocan desencuentros y choques cuando aflora la intolerancia, las voces que gritan más alto porque quieren ser las únicas escuchadas, las que se creen portadoras de la verdad.

Palabra Nueva ha querido compartir las expresiones de un grupo de voces diversas para ofrecerlas a sus lectores como una muestra de las experiencias personales y colectivas que se han vivido en este año bisiesto tan peculiar y asombroso, este veinte-veinte convertido en cuarent(en)a.

Hemos solicitado a esas personas que nos narren sus vivencias en estos meses, cómo han transcurrido sus días, de qué manera han enfrentado los desafíos y qué lectura hacen de lo acaecido, cuáles son sus ideas al respecto.

 

 

MI COVID

Testimomio de un médico cubano

Por Benito Abeledo Fernández

Cuando el 2019 tocaba a su fin y mientras toda la familia se deseaba un feliz año, recordé que este que alboreaba era bisiesto y a pesar de no ser supersticioso, ni siquiera profesar religión alguna (después de muchísimo tiempo de formación materialista obligatoria, ser agnóstico es lo único que ha calado en mi vida de aquel proyecto de hombre nuevo que nació en 1969) recelé, pues para mi familia en general y para mí en particular, los años bisiestos nunca han sido prósperos.

Pero este era el 20-20 o el año de los gemelos. Apenas seis días antes, el día de Navidad, mi esposa y yo habíamos celebrado también veinte años de casados. Por primera vez en mi vida iba a vivir un año con dos dígitos repetidos. ¿Sería diferente? ¿O iba ser como cada año en Cuba desde que tengo uso de razón?

Un año más o quizás uno menos, según como se vea. Lo que sí estaba claro entre todos los que brindábamos esa noche era que, coincidíamos, había que vivirlo lo mejor posible. Pero la realidad iba a empeñarse en demostrarnos que de verdad sería un año diferente.

Comenzó 2020 con las mismas penurias y escaseces a la cual estamos acostumbrados los cubanos. Recuerdo, sin embargo, que en uno de los primeros días de enero una colega me comentó que estaba alarmada por la epidemia de un nuevo coronavirus en China. Pero en los últimos años los seres humanos siempre hemos estado, a menudo, amenazados por enfermedades emergentes y reemergentes, así que no le di ninguna importancia al hecho de que en un lugar tan lejano alguien tuviese un virus respiratorio. Cuando ya le temimos al Ántrax y al Ébola, enfermedades de nombres tan exóticos que solo mencionarlas sonaba a catástrofe, y otros tan sonoros como la Enfermedad de Creutzfeldt-Jakov o de las vacas locas alarmó a medio mundo, los cubanos nos sentimos muy protegidos de padecerla por motivos obvios.

Una vez nos asustaron mucho con la gripe aviar o Influenza tipo A H1N1 y luego comprobamos que el problema fue más mediático que real. No sucedió lo mismo con su tristemente recordada pariente, la Gripe Española, que de 1918 a 1920 mató entre treinta y cien millones de seres humanos de todos los continentes, con la característica de que morían muchos jóvenes e incluso las mascotas. Nuestros queridos gatos y perros corrieron muchas veces la suerte de sus dueños y pagaron cara la cercanía y el amor que les profesaron.

En realidad me alarmo mucho más cuando, como parte de mi profesión, veo a diario, a jóvenes y no tan jóvenes adictos al alcohol y a otras muchas drogas que destruyen sus vidas y las de otros.

Tomé un poco más de seriedad en el asunto, cuando un crucero japonés estuvo dando vueltas sin destino hasta que Camboya le permitió atracar y repatriar a los turistas. Este anónimo reino del sur de Asia, en un acto humanitario, sirvió de puerto seguro para que el barco dejase de ser un zombi en el océano. Semanas más tarde Cuba tuvo un gesto similar con un crucero británico, aplaudido por muchos, incluyéndome a mí.

Comencé entonces a pensar que la cosa podía ser más grave de lo que había imaginado al inicio. Pero aun así veía la epidemia lejos, aunque se fuese acercando aterradoramente. Luego Europa reportó los primeros casos e Italia en especial, empezó a notificar numerosos enfermos. Vimos cómo las hermosas y ricas ciudades del norte del país se convierten en epicentro de contagios y fallecidos; las residencias de ancianos dejan de ser plácidos lugares para convertirse súbitamente en antesalas de la muerte; los hospitales colapsan; los médicos tienen que decidir cuál ser humano vive porque no alcanzan los respiradores artificiales. Comprendí que el mundo estaba abocado a la mayor crisis humanitaria de este milenio que recién comenzaba, y no estábamos preparados.

A pesar de todo esto, el mundo seguía su rumbo, el futbol continuaba desatando multitudes con los estadios a reventar, se jugaba la Champions League y los campeonatos nacionales estaban en las rectas finales: pasión, dinero y emociones seguían prevaleciendo por encima del tino y la cordura. Muchas voces eran tildadas de alarmistas.

Cuando las ligas de futbol se suspenden ante la expansión del contagio mucha gente empezó a despertar del sueño. Solo las guerras mundiales habían logrado que se suspendieran los Juegos Olímpicos. Por primera vez en tiempos de paz, un país, Japón, y su capital, Tokio, anunciaban que se posponían las Olimpiadas (lo que no logró la guerra fría), así como el resto de los eventos deportivos. El mundo empezaba a detenerse porque la gente se moría.

Mientras el mundo cambiaba, la inercia del freno aún no llegaba a Cuba que seguía estando libre del virus y por tanto se publicitaba como destino turístico seguro, libre de Covid-19, nombre más específico con el que comenzaba a conocerse al microorganismo patógeno unicelular que tanto dolor dejaba a su paso por el mundo, más apropiado para nombrar un tipo de complejo vitamínico diseñado para adolescentes que arriban a los veinte años que para un asesino invisible.

El 11 de marzo sucedió lo esperado e inevitable: se anuncia en la prensa que unos turistas italianos procedentes de Lombardía habían resultado positivos al virus. El país mantuvo sus fronteras abiertas y muchos extranjeros y cubanos continuaron arribando a Cuba de lugares donde el virus campeaba por su respeto. Los casos aumentaron: primero fueron personas contagiadas en el exterior; luego, cubanos que vivían en la Isla, contactos de quienes traían el “mal de afuera”; después, se inició la transmisión entre cubanos, y durante este tiempo, nuestra vida, como la de casi todos los ciudadanos del mundo, comenzó a cambiar y cada cual lo hizo a su manera.

En la madrugada del 14 de marzo sonó mi celular. Un gran amigo que reside en España desde finales del 2018 acababa de retornar a Cuba y me conminaba a visitarlo, si quería, en ese mismo momento. Acordamos vernos a la mañana siguiente, y cuando nos encontramos olvidamos las medidas del distanciamiento social que tanto escuchábamos en los medios de información masiva.

Por suerte él no estaba contagiado y durante los dos meses que estuvo aquí nos convertimos en “compañeros de lucha” ante la escasez galopante de productos que crecía de forma inusitada: lo que ayer abundaba, hoy era un lujo exótico. Primó la solidaridad, la franqueza y la amistad para tratar en conjunto de abastecer las cada vez más menguadas despensas de nuestros respectivos hogares.

Por esos días mucha gente dejó de trabajar, o comenzó a hacerlo de manera distinta, y ver la vida diferente. Después de varios ditirambos el curso escolar se pospuso y los estudiantes celebraron con júbilo las inesperadas vacaciones, solo que estas contemplaban mucha vida hogareña y poca diversión exterior.

Era el momento para que las familias, lejos de la prisa y la agitada vida de esta época, pudieran hablar, tomarse las cosas con más calma y mejorar la convivencia, aprovechar las horas con sus hijos, y ser padres a tiempo completo. Las teleclases trataron de suplir la escuela, el escaso desarrollo de la informatización y las redes sociales en Cuba no permitieron otras opciones.

He visto en la prensa que algunos maestros usaron sus cuentas personales de WhatsApp para mantenerse en contacto con sus estudiantes, muy loable y altruista iniciativa de los que pudieron hacerlo a expensas de su escaso peculio  personal.

Mi hijo, de forma no voluntaria, pero sí constante, vio todas las teleclases correspondientes al séptimo grado que cursa. Al final las evaluó de buenas y provechosas igual que su severa mamá. De todas formas el curso no ha concluido; trabajos prácticos y exámenes completarán lo que el virus suprimió.

Desgraciadamente, intuyo, que esta no fue la tónica de la media estudiantil; muchos no han vuelto a ver un libro de texto ni en fotografías y el escaso interés que habitualmente mostraban por los estudios, ahora se ha magnificado.

La imposibilidad de socializar con amigos de su edad y con otras personas más allá del entorno familiar ha aumentado el consumo de tecnología y la presencia en redes sociales, lo cual tendrá un efecto sobre muchos jóvenes. En algunos pocos, positivamente; en la mayoría, todo lo contario.

A pesar de los temores y ansiedades de los primeros días, inicié con mi hijo menor un programa cinematográfico hogareño que titulamos Ciclo de filmes Covid. Hemos visto y debatido más de treinta películas y documentales que había ido almacenando en discos externos.

El confinamiento propició que La sociedad de los poetas muertos, La vida es bella, o Forrest Gump, entre otros filmes inolvidables, formen parte ahora del arsenal de gratos recuerdos de ese infante que es mi hijo, como lo son desde hace mucho de su padre, que tuvo el privilegio de verlas nuevamente en su compañía.

Soy médico de profesión y nunca he estado confinado, no he estado en zonas rojas ni amarillas porque mi especialidad y mi escenario laboral han determinado que continúe en el mismo lugar, un centro donde se intenta mejorar la maltratada salud mental de los cubanos, agravada en tiempos de Covid.

En particular me dedico a tratar pacientes adictos a sustancias psicotrópicas, tanto legales como no legales. Tengo amigos y colegas que han trabajado en la zona roja, directamente en la atención de personas graves, tratando de salvar sus vidas a riesgo de las propias. Son historias de hermosa humanidad y deseo que alguno las escriba, alejado de la fanfarria oficial.

El haber vivido gran parte de mi vida en un municipio periférico, en un barrio anónimo de nombre proletario, ha logrado que a pesar de mi voluntad, mis sentidos se acostumbrasen a que las calles estén casi siempre rotas, que las aceras muchas veces no existan y que la basura y los albañales formen parte inherente de un paisaje urbano alejado de los itinerarios turísticos habituales.

Distanciamiento social, cero.
Distanciamiento social, cero.

Por ello, haber agregado las colas en cada establecimiento donde se “vende algo” a este dantesco paisaje, me resultó una nota colorida más en mi arsenal de recuerdos e imágenes siniestras. Cuando el transporte público se suspendió, lo anteriormente relatado se convirtió en mi hábitat natural durante semanas. El mar, la contaminada bahía y los restos de la capital que una vez Carpentier llamara la ciudad de las columnas se volvieron un recuerdo grato de mi memoria.

Cuando volví a la ciudad, lo que quienes vivimos en zonas periféricas llamamos La Habana o El Vedado, sentí un dolor inmenso al comprobar que la ciudad de las columnas restantes –porque ya ha perdido muchas– había achicado su adjetivo carpenteriano, no por las columnas perdidas en esas semanas, sino porque se había convertido en la ciudad de las colas. Una ciudad de agresivos y sudorosos ciudadanos de a pie, donde hasta las tiendas que venden botellines de agua tienen colas.

Una noche soñé que de prolongarse el estado actual de cosas, o empeorar, que es lo más probable, un día volverían a crecernos colas como las de nuestros parientes cercanos, los homínidos, para lograr una desescalada en el desarrollo evolutivo nunca visto. Una pesadilla terrible, inspirada quizás en el doble significado en nuestro idioma de la palabra de moda.

Ante la escasez de todo tipo, las colas afloran en cualquier rincón habanero.
Ante la escasez de todo tipo, las colas afloran en cualquier rincón habanero.

Palpar que la que fue hasta hace escasas semanas mi querida Rampa, ese hermoso tramo de ciudad construido casi completamente a fines de los años cincuenta, estaba en una situación de miseria que mi memoria no alcanza a situar siquiera en los peores momentos de los noventa, me parecía kafkiano. Sentarme en el muro y ver el mar de espaldas a la ciudad fue el mejor antídoto posible a tanto dolor.

Las redes sociales en general, y WhatsApp en particular, han sido un refugio personal. Me he reencontrado con antiguos compañeros de enseñanza secundaria y preuniversitaria, algunos en situación de confinamiento y con tiempo libre por primera vez en mucho años; y con otros, que a pesar de laborar arduamente para ganarse el pan o las condiciones materiales deseadas, se han mantenido activos.

Nos conocemos desde hace mucho. Los más perseverantes o resistentes, como quiera llamarse, compartimos seis años de adolescencia en una famosa escuela donde, como dije al inicio, se forjaba “el hombre nuevo”. Hemos descubierto que muchos son mejores seres humanos de cómo los recordábamos. Reconocimos que a pesar de estar separados por miles de millas geográficas, o miles de diferencias ideológicas, podemos querernos y respetarnos. Encontramos que algunos que no lo fueron entonces, hoy pueden ser nuestros amigos, mientras que otros no lo serán nunca. Y, lo más importante, que puedes recordar, crecer como persona, compartir tus sueños, tus angustias y tus miedos.

Durante semanas, mis compañeros de trabajo y yo, hemos esperado en vano el aluvión de pacientes con alteraciones psiquiátricas acordes con el excepcional estado de cosas que vive el mundo y en particular el país. Pero el alud no acaba de llegar y nos alegra a todos la resiliencia de los cubanos. ¿Acaso somos sobrevivientes? ¿Hasta cuándo nos alcanzará la sobrevida? No tengo explicación científica para ello.

En estos momentos en que la epidemia anda en remontada en Cuba y otros lares, si fuera un reguetonero haría una canción comparándola con el cuento de la buena pipa, pero no puedo. El dolor por los que han muerto y por los que seguramente van a morir en fecha próxima me lo impide, se atraviesa en mi garganta y es una pena tan grande que asusta.

Benito Abeledo Fernández (La Habana, 1969) es especialista en medicina general e integral y en toxicología, y máster en abordaje integral de las adicciones. Trabaja en el departamento de salud mental de San Miguel del Padrón.

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