Troy Hall y Lee Karaim han escrito el estupendo guion de Peel (2019), una película sencilla y hermosa dirigida por Rafael Monserrate. Con Emile Hirsch, Amy Brenneman, Shiloh Fernández, Jack Kesy y Jacob Vargas, entre otros, el largometraje se erige como un relato atendible no tanto sobre la familia como sí del trato intercultural.
Peel, literalmente cáscara, es el nombre del protagonista pelirrojo de la película homónima que Rafael Monserrate ha dirigido a partir del guion de Troy Hall y Lee Karaim. Emile Hirsch vuelve a ofrecer una actuación inolvidable como la de Hacia rutas salvajes (Sean Penn, 2007) y Milk (Gus Van Sant, 2008), aunque Hirsch, antes y después de esos largometrajes, ha estado bajo la batuta de directores que saben sacarle provecho a su versatilidad, la cual es propicia para toda suerte de personajes. Ahora asume a un chico de treinta años que parece retrasado. Pero sólo es diferente, “especial”, el adjetivo que no por gusto más se le aplica en este relato que contempla tanto el abandono, la separación y la muerte, como la soledad, la búsqueda de la familia y el entendimiento.
Pero Peel como obra cinematográfica es llamativa en primer lugar por el contexto doméstico en que el protagonista crece. Lucille, su madre (Amy Brenneman), lo ha criado en la casa a su manera: distanciado de las escuelas y los métodos educativos habituales y bajo su amparo, que incluye amamantarlo hasta los diez años. Más tarde, cuando se rencuentra con uno de sus dos hermanos, este le aconseja no contar ese detalle a nadie. Más que risible, es bochornoso, le dice.
Sin llegar a ser un ermitaño, desde chico, Peel creará su propia tela de araña o su bola de cristal. El mundo es, según sus vivencias, cómo lo ha experimentado desde la soledad de su hogar. Su crianza distinta y el alejamiento de sus hermanos, lo han hecho un sujeto virgen ante las relaciones con los demás. Es tan ajeno al amor y a la amistad que, cuando los descubre, su mundo se expande con una velocidad que no sospechó nunca.
El drama se adereza con situaciones graciosas cuando entran en su vida el apostador fracasado Roy (Jack Kesy) y el libertino latino Chuck (Jacob Vargas), quienes parecen meros oportunistas… y lo son. Pero les queda la capacidad del asombro y el poder de tolerancia y cambio ante la ingenuidad de un hombre niño como Peel. Cuando luego aparece Chad (Garret Clayton) para ocupar otro cuarto de la casa y preparar la primera fiesta con desconocidos, a la que asistirá por supuesto el protagonista, se entrecruzan momentos divertidísimos que van desde la sorpresa de Roy ante los primeros invitados de la casa, hasta la contrariedad de Peel por un error de aquél, pasando por el contacto con la bebida y la imitación del baile de las amigas asiáticas. El momento del baile es revelador, pues se aprecia cómo la imitación se vuelve enseguida un acto liberador de la inocencia; por vez primera, Peel decide tener sus iniciativas. Un Chad sonriente lo observa y no se cuestiona nada. De hecho, sólo un personaje lo llama imbécil y otro (el hermano) le pregunta si es retrasado. Después, ellos mismos admiten que Peel es especial. Si bien él tiene la valentía de interactuar con el exterior al salir de su casa para hallar a sus hermanos, soportar incluso la indiferencia de uno y la crudeza del otro, continúa siendo una buena persona que ha buscado respuestas durante veinticinco años. Él madura pero no pierde su candidez. Tal vez haya que admitirlo: es el mejor papel de Emile Hirsch hasta la fecha.
Es una película de estupendos personajes. El pilar indiscutible es un guion muy grato que garantiza justificadas ocurrencias, donde uno ríe más de cuanto llora porque el protagonista ni da lástima ni pretende corporeizar el transcurso de una época a lo Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994). A propósito, por atender a sus personajes con todas las espontaneidades posibles, en cualquiera de los viajes físicos y espirituales, no es en ningún momento una obra pretenciosa. Y ahí concentra Peel su mayor mérito.
Se el primero en comentar