Transitamos por el noveno mes del año lidiando con la Covid-19. Hubiéramos querido vivir todo este tiempo en una cápsula, en una cámara hiperbárica, en hibernación, y salir afuera solo cuando todo pasara. Pero han sucedido tantas cosas en la aldea global en estos siete meses… Y qué es la vida sin la experiencia del día a día, de lo que acontece y nos acontece.
Por muy aislados que estuviéramos, no podíamos estar sin escuchar el latir del mundo, las múltiples historias, desde el origen y la propagación del nuevo coronavirus y el seguimiento a la crisis sanitaria, hasta los efectos sociales por la asfixia de un afroamericano por un policía en Minneapolis. ¿Acaso no es todo un solo relato?
En la Isla no hemos estado ajenos a los sucesos de afuera, pero también adentro han pasado cosas. Y para todo hay criterios y posicionamientos que provocan desencuentros y choques cuando aflora la intolerancia, las voces que gritan más alto porque quieren ser las únicas escuchadas, las que se creen portadoras de la verdad.
Palabra Nueva ha querido compartir las expresiones de un grupo de voces diversas para ofrecerlas a sus lectores como una muestra de las experiencias personales y colectivas que se han vivido en este año bisiesto tan peculiar y asombroso, este veinte-veinte convertido en cuarent(en)a.
Hemos solicitado a esas personas que nos narren sus vivencias en estos meses, cómo han transcurrido sus días, de qué manera han enfrentado los desafíos y qué lectura hacen de lo acaecido, cuáles son sus ideas al respecto.
Cuba, 2020, Año de la Salación
Por Xavier Carbonell
Si alguno de aquellos funcionarios, entusiastas a la hora de nombrar los años, le hubiera puesto nombre al 2020, este habría sido el Año de la Salación. Y, al menos por una vez, esa culpa escurridiza que el cubano atribuye a las más diversas entidades de este mundo o del otro habría tenido, al fin, un destinatario real, ateo y despolitizado.
Invisible, mortífero y más televisivo que cualquier presidente, el coronavirus nos ha revuelto la vida. Cada mañana, esperamos que la voz del doctor Durán —esa voz cordial, casi monótona, como de lector de tabaquería— declare las estadísticas de cada provincia, en una especie de competencia alucinante, o esperando por la vacuna rusa y el enésimo remedio contra el apocalipsis infeccioso.
El Año de la Salación ha demostrado de nuevo que el cubano es capaz de convertir, proletariamente, los reveses en historias. No importa el género (chisme, bola, meme, noticia trastornada o reinventada), mientras más mala se ponga la cosa pública, se responde con humor de todos los colores, con una verborrea que desafía cualquier nasobuco, aunque sea impermeable o plástico.
Hay que admitir que el coronavirus es cuestión bien seria, y que además, con los nuevos rebrotes —hablamos del virus como si fuera la zafra— la gente ha perdido el miedo, la responsabilidad y las ganas de respetar la prisión domiciliaria.
Mientras suben y bajan las cifras de la enfermedad, el propio ambiente de Cuba se ha vuelto más irrespirable, entre las carencias —normales y añadidas—, las incursiones de nuestros presentadores en el exorcismo, el valor anestésico de la limonada, la des-satanización del dólar y las redadas policiales con las que el noticiero condimenta cada comida familiar.
En fin, no hay cómo aburrirse en este 2020, salao y tormentoso como si lo hubiera escrito Hemingway.
Ahora pasemos a las internacionales, porque en este Año de la Salación todo viajero fue un Tom Hanks, naufragando en terminales y oficinas de hospital, donde la burocracia sanitaria es inexpugnable. Si me preguntan dónde estuve metido una buena parte de estos ocho meses, una respuesta posible sería: de gira internacionalista por países donde el coronavirus hacía su obra maestra, escondiéndome en aeropuertos y forrado en desinfectante, mientras la gente avanzaba temerosa y con cara fúnebre tratando de llegar a su destino.
Una beca de comunicaciones me llevó a finales de enero a la India, de donde debía marcharme en mayo. Allí tuve que permanecer en un búnker universitario, con amigos de varios países y lenguas, esperando vuelos de repatriación que me llevaron de Delhi a Ucrania, y de ahí a Frankfurt, para luego —aunque por poco se me va el avión— aterrizar en La Habana.
Medio atontado por los tres días sin dormir, me llevaron a Sitiecito, en Villa Clara, donde estaban las ruinas de lo que en vida fuera un pre en el campo. Allí, en un barracón con siete alienígenas más, viví una cuarentena como Dios y el MINSAP mandan. (No hay que ahondar, entre cubanos, en las condiciones de vida de este modesto hotel, todo incluido, que nos recordó de inmediato otras salaciones, más contagiosas y antiguas que la pandemia).
Como dice el dicho, “corrí con suerte” por tres continentes hasta llegar a la isla. Otros amigos aún esperan un vuelo que les convenga o —por miles de razones— se han ido quedando en varios nortes, revueltos, brutales, pero que asustan menos que nuestra coyuntura, bien sazonada como si fuera poco, por este virus asiático y desconcertante.
Ahora dicen que hay casos de peste bubónica en China —un verdadero clásico en la historia de las epidemias—, que Putin va a salvarnos a todos con un pinchazo de su vacuna, y que los japoneses nos van a dejar sin olimpiadas. Mientras tanto, los políticos de todas partes miran con envidia a este virus famoso que les ha robado la atención del respetable público.
Como un prófugo, espero en Las Villas el fin de todo esto en buena compañía, con mis libros y un arsenal de habanos que, según mis cálculos, arderá mientras dure el encierro. Y si este texto fuera mi testamento y tuviera que recomendar un método para sobrevivir a esta locura doble —la pandemia y el mareo económico— les pido encarecidamente que lean, escriban, quieran mucho a quien tienen al lado, conversen como si no hubiera un mañana y rían mucho, aunque sea por debajo del nasobuco.
Y firmo —como el pionerito destacado que nunca fui— en Santa Clara, 2020, Año de la Salación.
XAVIER CARBONELL es corresponsal en Cuba de la Asociación Católica Mundial para la Comunicación (SIGNIS). Investigador en la Biblioteca Diocesana «Manuel García-Garófalo» del Obispado de Santa Clara. Su novela “El libro de mis muertos” fue ganadora del Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara en 2020.
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