Solamente una vez se entrega el alma
con la dulce y total renunciación.
Agustín Lara
Solamente una vez.
Cuando cae la tranquilidad de la medianoche, me gusta sentarme a rastrear en Internet no pocos temas musicales que una vez hicieron las delicias del público internacional, aunque hoy, desgraciadamente, parezcan empolvarse en la esquina más desolada de la memoria cultural del mundo.
Me gusta disfrutar de “viejos” temas en las voces de La Lupe, Toña La Negra, Lucho Gatica, Panchito Riset, Rolando Laserie, Elena Burke… y de una figura que un día decidió cambiar el glamour que lo acompañaba en los escenarios por las humildes prendas de un fraile: el actor y vocalista José Mojica (México 1896-Perú 1974), intérprete de lujo de temas como Júrame, de María Grever, Nocturnal, de José Sabre Marroquín, Una furtiva lágrima, de Gaetano Donizetti, y Solamente una vez, compuesta especialmente para él por Agustín Lara cuando este, durante la filmación de la película Melodías de América, supo que su amigo se convertiría en fraile franciscano.
José Mojica, cuyo verdadero nombre era Crescenciano Abel Exaltación de la Cruz José Francisco de Jesús Mojica Montenegro y Chavarín, debutó como tenor en 1916, integrando el elenco de la célebre ópera bufa El barbero de Sevilla en el teatro Arbeu (hoy biblioteca Miguel Lerdo de Tejada). De ahí en adelante protagonizaría en escenarios teatrales y cinematográficos y en sellos disqueros una historia de éxitos artísticos que sería imposible enumerar en un solo artículo periodístico.
Recordaba el prestigioso investigador Ramón Fajardo, en su artículo “Las actuaciones en La Habana del tenor mexicano José Mojica”, la profunda conmoción que causaron en la Isla, a fines de 1931, las presentaciones del popular tenor, a raíz de responder a una invitación que le cursara uno de los mejores músicos cubanos de todos los tiempos: el compositor y pianista Ernesto Lecuona, a quien Mojica, ya bajo un potente renombre gracias su magnífica voz y porte de galán latino, acogió cálidamente en su residencia en Hollywood, donde las manos de Lecuona brillaron en el piano.
Tiempo antes, del propio Lecuona le había llegado, mientras ocurría el rodaje de la película La cruz y la espada, una ayuda especial al entonces desconocido emigrante y lavaplatos José Mojica, actor de papeles secundarios en una compañía teatral neoyorkina, donde Lecuona se fijó especialmente en su innegable talento y decidió llevarlo a Hollywood para que cantara en la mencionada película.
Finalmente, Mojica actuaría a lo largo de su vida en doce filmes de Hollywood y seis en Latinoamérica, entre los cuales pudieran nombrarse Hay que casar al príncipe, El rey de los gitanos, Las fronteras del amor, El capitán aventurero y Ladrón de amor.
Cuenta Fajardo que la antológica romanza María la O, de Lecuona, siempre había sido interpretada por sopranos, pero una adaptación hecha por el propio Mojica logró permitirle que fuera la primera voz masculina en interpretar uno de los más elogiados temas del maestro cubano y convertirse en uno de los éxitos más estremecedores de la carrera del vocalista mexicano, quien veinte años más tarde, en 1951, ya con sus hábitos de sacerdote, regresaría a La Habana, pero esta vez para interpretar exclusivamente música sacra.
Gracias a la ayuda y los consejos del gran tenor italiano Enrico Caruso, el tenor mexicano había logrado ser parte de la Compañía de Ópera de Chicago y perfeccionar sus conocimientos de inglés, francés e italiano y de danza, equitación y atletismo. Con la diva escocesa Mary Garden, directora de esta compañía, alcanzaría un resonante éxito en el escenario del Metropolitan Opera House.
De Mojica y sus éxitos rotundos en aquella primera etapa de su vida, ha escrito el periodista José Vadillo Vila: “Era pintón y bien entonado. Las féminas suspiraban a su paso y más cuando cantaba Júrame, que había hecho éxito de las masas. Galanazo de cuando el cine mexicano era lingote puro de éxitos”.
La muerte de su madre, ocurrida en 1941, provocó en Mojica una profunda depresión. A partir de ese instante, ni aplausos en codiciadas plazas, ni dinero, ni mansiones, pudieron detener el cambio radical que convertiría al afamado tenor en el sencillo fray José de Guadalupe Mojica, capaz de renunciar a todos sus bienes y propiedades para servir incondicionalmente a Dios hasta su último día en la tierra, el 20 de septiembre de 1974.
En el año de 1942 había ingresado al seminario Franciscano de Cuzco, en Perú, donde adoptó su nuevo nombre, y después se trasladó al monasterio de San Antonio de la Recoleta, donde culminó con su ordenación como sacerdote en 1947, en el templo Máximo de San Francisco de Jesús, en la misma ciudad de Lima.
No obstante, dicho acontecimiento no significó el fin de su trayectoria, ya que la fama le ayudó a reunir fondos para la instauración de un seminario en Arequipa. Hacia 1958 decidió escribir el libro Yo pecador, en el cual narra la historia de su vida y habla de su conversión en religioso. El libro sirvió de argumento para una película donde se desempeñó como actor. Hacia 1969 fue objeto de un sentido homenaje organizado por el Instituto Nacional de Bellas Artes, en la capital de México.
Fray José de Guadalupe murió, a causa de problemas cardíacos, en la más absoluta pobreza, bajo los cuidados de una anciana sordomuda. Si bien la muerte de su madre y una aparición de santa Teresita de Jesús le dieron el impulso final hacia una nueva vida, el propio Mojica reconoció que, desde niño, esa había sido su verdadera vocación.
Hoy, a cuarenta y seis años de su deceso, es posible entrar a los inmensos predios de Internet para escucharle cantar los temas que lo colocaron en un lugar privilegiado del pentagrama latinoamericano en la primera mitad del siglo XX, así como para disfrutar de un encuentro muy cálido que, en el Convento de San Francisco, en Lima, sostuviera en 1969 con su amigo y también tenor Pedro Vargas.
En este encuentro, el padre Mojica recuerda el impacto causado en Agustín Lara al saber que ingresaría a la vida religiosa y el empeño del autor de Granada en componerle una canción de despedida.
-No porque yo tome los hábitos dejaremos de ser amigos, yo procuraré rezar por ti y tú sigue componiendo esas hermosas melodías para el mundo –le dijo entonces con una sonrisa en los labios, minutos antes de que Agustín se encerrara en su habitación y, sin dormir en toda la noche, le compusiera una pieza que estrenaría la voz de Mojica y daría la vuelta al mundo.
Recordó el padre Mojica a su amigo Vargas cómo Agustín llegó hasta él con un rollo de papel estrujado en la mano, donde había escrito letra y música, se sentó al piano y, con esa voz tan dulce y tan íntima que tenía, le cantó la bellísima obra.
Desandando por la red de redes, es posible encontrar también imágenes de noticiarios peruanos de la época, en formato de celuloide, donde se recoge la ordenación del padre Mojica y la primera misa que este oficiara, en la iglesia de San Francisco de Lima, con la presencia, entre otras figuras importantes de Perú, de María Jesús de Bustamante, esposa del entonces presidente de la República.
Son pequeños fragmentos de una larga y fecunda existencia, pero son, en definitiva, como pequeñas piezas de un rompecabezas que van armando el alma de un gran hombre, quien pudo elegir una vida expedita y glamorosa; pero optó por elegir una vida espiritual donde fama, oropel y dinero no tuvieron lugar jamás.
Se el primero en comentar