Stephanie Turner escribe, dirige y actúa en Justine (2019), un largometraje sobre el deterioro y la posibilidad de la recuperación personal desde la simpatía o el influjo recíproco. Esta es una de las obras recientes más hermosas del llamado cine indie.
A las películas producidas fuera de los grandes estudios cinematográficos o el llamado cine independiente se le cataloga de indie. El término, en general, hace referencia a la subcultura contemporánea que comprende asimismo la música y otras artes. Que una obra cinematográfica sea indie no supone carezca de calidad. Lo que se hace con menos presupuesto y obviando muchas de las convenciones del cine de clase A. Aunque ya ni siquiera esto último es lo que caracteriza en verdad a los filmes de esa categoría, sino la recurrencia de temas que la gran industria decide pasar por alto, de temas y de cómo abordarlos. Acaso si Moonlight (Barry Jenkins, 2017) hubiera sido pensada en cada aspecto por un director(a) indie, mejor largometraje hubiéramos visto. La idea, admitámoslo, quedaría en el terreno de las suposiciones.
El cine independiente es arriesgado, creativo y crítico, sobre todo crítico en relación con el sueño americano o de cómo se ve el sujeto contemporáneo desde la nación norteña. Varios son los cineastas independientes que luego han sido asumidos por los grandes estudios: desde Woody Allen hasta Steven Soderbergh. Y entre ellos dos hay una cantidad muy apreciable de directores con películas tan diferentes, que no vendría al caso esbozar una lista. Cabría recordar además que el Festival de Cine de Sundance exhibe y por tanto promueve numerosas películas alejadas de la cultura principal, lo que se conoce por mainstream.
Una de las recientes obras que ha llamado la atención por su aparente sencillez es Justine (Stephanie Turner, 2019). La obra, distribuida por Netflix, entra en los vínculos de la familia y las relaciones interpersonales. Lisa Wade (Stephanie Turner), una mujer joven y madre de dos hijos, anda tras la búsqueda del trabajo apropiado. Es exigente y, desde los primeros minutos de la trama, el espectador se percata de que algo terriblemente emocional sucede con ella. Luego se comprueba que, en efecto, se ocupa poco de sus hijos y su marido no está en casa. Pareciera que asistimos a esos relatos de mamás sacrificadas en que ellas harán de todo para asegurar a los suyos. Pero no es el caso. A esta chica se le ha derrumbado su mundo porque su esposo policía ha muerto cumpliendo sus funciones. Ella sabe que él no volverá, no obstante desea que se le esclarezcan los hechos de su muerte, como si ello le fuera a facilitar la vida que, de pronto, ha decidido llevar. No les da cariño a los niños y es su suegro (Glynn Turman) quien se ocupa de la educación y divertimento fuera de la escuela.
Pudiera creerse que un relato de estas características amerita actores conocidos. Si bien pudieran figurar en Justine, el guion eleva a quienes sepan actuar. Es aquí entonces que uno comprende cómo el conflicto de esta película y los temas subyacentes no dejan que nos separemos del asiento. El conflicto inicia y continúa con la aparición de Justine (Daisy Prescott), niña discapacitada (tiene espina bífida) que no puede caminar. A la Lisa dolida y al parecer indiferente, no le queda más opción que cuidar a una chica que se ha creado su mundo propio por motivación de sus padres. Mas, ¿cómo alguien que ha descuidado su familia puede ocuparse del miembro más frágil de otra? “Es un trabajo, sólo un trabajo”, pensarían algunos.
Justine vive apegada a ciertas reglas que le han impuesto sus padres para que la sociedad no la maltrate. Así lo entienden ellos. Recibe educación en la casa y sus salidas son planificadas y cortísimas. Casi que se le tiene prohibido interactuar con personas de su edad. Por eso se ha inventado más de un amigo imaginario.
A la madre cuidadora se le ha aceptado no sin antes leer un reglamento y no salirse de él. El conflicto comienza a hacer de las suyas cuando ella se percata y decide intervenir, pues la vida es amplia y compleja para el organismo en relación con la especie y el cuerpo en su posible construcción armónica. Justine puede tener impedimentos, pero merece interactuar con el mundo, más allá de esas salidas en la que se sienta sobre la arena y habla con su mejor amiga imaginaria.
Cuanto Lisa maneja en su papel de cuidadora en términos de educación y terapéutica para con Justine, se revierte en ella. El sujeto decaído y prácticamente destruido que reside en su interior se ampara en su capacidad de resiliencia. Ello ocurre poco a poco para beneficio propio y de quienes la rodean. Entonces los enfrentamientos con los padres de la niña se suceden, al tiempo que ella empieza a preocuparse por los suyos. Infanta y mujer se complementan. Ambas, desde la amistad y sus respectivas soledades, afrontan desconfianzas y crecen.
La banda sonora atrae para sí el silencio y lo aprovecha en grande cual otro personaje. Justine no es la historia de una mera superación, sino de un renacimiento de adentro hacia afuera, puesto que una muerte cercana remueve o cambia la visión que tenemos de la vida. Se trata de comprender que cuanto queda o falta por encontrar precisa de un alcance. ¿Cuál? Ese que sabemos nos incluye para valorar la importancia de los demás. La persona recuperará mucho cuando decide primero considerarse.
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