Mons. Siro: “el hombre de Dios primero”

Por: Tania Gómez Rodríguez

“El hombre de Dios primero”. Esta fue una de las expresiones que se escucharon en la homilía de la misa de exequias de Mons. José Siro González Bacallao, sexto obispo de la diócesis de Pinar del Río, el pasado lunes 19 de julio de 2021, cuando el pueblo pinareño junto a su presbiterio y hermanos en el episcopado, daban gracias a Dios por la vida de este buen pastor que partía a la Casa del Padre.

Agradezco mucho la oportunidad de compartir con los lectores de este espacio mi experiencia con él, porque es como si me pidieran que hablara del abuelo sabio que impone respeto, pero a la vez inspira mucho cariño. Hablar de él es fácil, no solo porque abundan las palabras que lo describen, sino porque sus obras hablan más.

A este hombre de campo, el Señor lo escogió a la edad de doce años, en medio de la belleza de las montañas de Candelaria, en la región oriental de la diócesis. No podría imaginar el camino que recorrería, cuando acompañado por el franciscano Mario Cuende realizaba su primer viaje a La Habana para entrar al Seminario San Carlos y San Ambrosio. Al año siguiente, pasaría al Seminario El Buen Pastor, donde concluyó sus estudios para ser ordenado el 28 de febrero de 1945.

Su vida como sacerdote estuvo marcada por una de las etapas más difíciles para la Iglesia en Cuba. Mons. Siro, junto al P. Claudio Ojea fueron los únicos sacerdotes que atendían las zonas occidental y central de la diócesis luego del éxodo de sacerdotes y religiosas a partir del año 1960.

Durante veintidós años fue párroco de San Juan Bautista, en la zona tabacalera de San Juan y Martínez; de ellos, siete años los pasó trabajando en el campo, ayudando a su amigo Pancho Rabelo, quien tenía una finca en las cercanías de la parroquia. Allí lo podían encontrar de lunes a viernes, para el sábado y el domingo dedicarlos a las pocas labores pastorales que el gobierno le permitía desarrollar a la Iglesia.

Mons. Jaime Ortega lo nombra párroco de la catedral en 1979 y el 16 de mayo de 1982, S. S. Juan Pablo II lo llama a ser pastor de la grey vueltabajera.

Entre grandes dificultades y enfrentamientos, Mons. Siro guió esta iglesia, pero siempre tuvo claro que su causa era la de Dios, y con Él era su único compromiso.

Yo lo conocí siendo adolescente, cuando comencé a participar en la parroquia Nuestra Señora de la Caridad, en la ciudad pinareña, cuando su párroco era el P. Manolo de Céspedes, actual obispo de Matanzas, otro pastor con olor a ovejas. Mons. Siro acostumbraba a celebrar el 8 de septiembre la eucaristía de la noche, aunque también visitaba la comunidad en otras ocasiones para administrar el sacramento de la confirmación, o arrodillarse en el último banco el Viernes Santo cuando visitaba el monumento de las parroquias de la ciudad, por citar algunos ejemplos.

Mi mamá lo conocía como “el padre Siro”, de su época en la catedral, así que había una cercanía especial de fondo que se incrementó a medida que yo me comprometía eclesialmente. Los jóvenes sabíamos que podíamos encontrar en él la disponibilidad para participar en cada cosa que se nos ocurriera, ya fuera una Pascua Joven en el campo, o para que “pasara” por la catedral cuando hacíamos Asamblea Diocesana de Pastoral Juvenil o la Convivencia de Verano, donde nos presidía la eucaristía de clausura y nos daba su bendición.

Su despacho en el obispado era como una extensión de la Biblioteca Diocesana. Cada día pasaba largas horas detrás del bello buró que sobresalía al lado del pequeño escritorio donde Florita Prieto, su secretaria durante muchos años, lo acompañaba en las jornadas de trabajo; años más tarde, Rosa Amelia Vento se convertiría en su secretaria, y entre ellos surgió una relación que duró hasta sus últimos días. Allí nacieron sus Cartas Pastorales, sus informes y demás escritos; pero no tenías que tener reparo si necesitabas consultarle algo, pues sin importar lo que estuviera haciendo, se levantaba ágilmente para sentarse en los sillones de la saleta o el pasillo y escuchar lo que fuera que le querías plantear. Luego, con firmeza y serenidad recibías un consejo lleno de sabiduría.

Uno de los momentos que más salen a flote en la memoria son las sobremesas en cualquier reunión o en los Consejos Pastorales Diocesanos donde, tanto el clero como las religiosas y los responsables de comisiones, nos encontrábamos dos veces al año, en San Cristóbal o en la antigua casa de las Hijas de la Caridad, con el propósito de revisar la vida de la diócesis y actualizarla para continuar caminando junto al resto de la Iglesia peregrina en Cuba. Se reunían en una misma mesa alrededor suyo los sacerdotes más cercanos en edad, y disfrutando de un tabaco, pasaban el rato entre risas y anécdotas del pasado. Los demás los contemplábamos y saboreábamos la escena.

También podías encontrarlo sentado en su taburete en el patio del obispado, con su asiento recostado a una columna de la carpintería, disfrutando el fresco del patio, hablando con Chicho, Enrique, Luis o cualquier trabajador que por allí pasara; o mirando trabajar a la brigada de restauración de imágenes en el local de al lado; o sentado en el patio de la Casa Diocesana durante la primera remodelación. Allí pasaba las tardes, en el fresco del pasillo, hablando con Dios de tantas cosas.

Con grandes esfuerzos, logró que algunas comunidades religiosas abrieran casa en la diócesis para apoyar la misión evangelizadora. Con igual empeño, recopiló 118 700 firmas de petición entre los pinareños, para presentársela al Papa Juan Pablo II pidiéndole que al llegar a Cuba en enero de 1998, sobrevolara el cielo de nuestra diócesis ya que sería la única por donde no pasaría en los días de su visita. El Santo Padre aceptó, y allí estábamos los pinareños en las azoteas y parques saludando el avión papal con espejos, banderas y repiques de campanas.

En noviembre de 2006, el Papa Benedicto XVI aceptó su renuncia a la edad de setenta y seis años. En una de sus últimas homilías con los trabajadores del obispado nos decía que se mudaba a Mantua, y a las personas que le preguntaban por qué se iba tan lejos, les decía que si realmente querían verlo, que fueran allá. Quizás no se imaginó que tantas personas viajarían a la punta de la diócesis para estar un tiempo con él. Ahí nació la Granja San José con su museo guajiro, la fuente que le regaló Mons. Meurice y aquella cantidad de animales y plantas que le daban vida a la sencilla casita a la salida del pueblo. Allí estaba su montura, la que usaba en San Juan cuando trabajaba en el campo, sus cuadros recreando la jornada de trabajo en un surco de tabaco y su maravillosa colección de muñecos, como el gorila que al escuchar su voz comenzaba a bailar y había recibido como regalo en uno de sus viajes.

Mons. Siro junto a Mons. Antonio Rodríguez (padre Tony)
Mons. Siro junto a Mons. Antonio Rodríguez (padre Tony)

En Mantua encontró nuevas amistades, una comunidad que lo acogió como si custodiara uno de los grandes tesoros de la Iglesia pinareña. Allí recibió la imagen de la Virgen de la Caridad en la peregrinación nacional por los 400 años de su hallazgo. Luego, bajo el cuidado del P. Juan Lázaro Vélez (P. Pacheco), convivió hasta el día de su partida; en Mantua, como quiso siempre.

Este 19 de julio fue un día de esos que definimos como “de sentimientos encontrados”. Le decíamos adiós a un hombre con muchísimos defectos, que cometió equivocaciones durante su vida, pero que, como todos los santos que conocemos, tuvo más de buenas obras y buenas decisiones. Por eso un anciano con dificultad al caminar, andaba el pueblo de Mantua, de extremo a extremo, para llevarle los tabacos que le confeccionaba, y la comunidad de San Juan esperaba en el parque que pasara el cortejo fúnebre para aplaudir la vida de este hombre que recorría sus calles por última vez, y la noticia de su muerte fue viral en las redes sociales donde enseguida comenzaron a aparecer publicaciones con fotos y recuerdos de quienes lo conocían, o simplemente “Me gusta”, “Me entristece”, “Me importa”, el compartir de la publicación o los más sencillos y sentidos comentarios.

Nos dejó en herencia la generosidad. Dinero que recibía por una mano, salía por la otra para ayudar a alguien.

Heredamos su firmeza y valentía, su testimonio de entrega y de compromiso con Dios; pero sobre todo nos enseñó el amor a Cuba, como la tierra donde nacemos y a la que tenemos que querer si decimos querer a Dios, y nos enseñó a amar a la Iglesia, a sentir con ella, a defenderla de las tormentas; porque ella se equivocará y muchos la juzgarán y la criticarán, pero por encima de todo, ella somos nosotros; y como hijos y miembros, tenemos que cuidarla y asumir cada uno la responsabilidad que tenemos con ella, sin esperar que sean otros los que hagan lo que nos toca a nosotros.

Mientras el féretro era colocado en el Panteón de los Obispos del cementerio de la ciudad de Pinar del Río a mi mente venía su forma cariñosa de llamarnos a todos: “Hijitos”, y junto a ello le daba gracias a Dios por la fe y el regalo de la resurrección, porque vidas como esta nos recuerdan que la muerte no es el final, que hay una victoria detrás de este paso.

Caminemos hacia el encuentro con Dios, dejando huellas que nos permitan expresar como San Pablo en su carta a los Corintios: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?” (1 Cor 15.55). “La muerte ha sido vencida por el amor”.

Gracias, Mons. Siro. Ω

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