Divina Misericordia
11 de abril de 2021
El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma.
Den gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?
“¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto”.
Lecturas
Primera Lectura
Lectura de los Hechos de los Apóstoles 4, 32-35
El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común.
Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor.
Y se los miraba a todos con mucho agrado. Entre ellos no había necesitados, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que necesitaba.
Salmo
Sal. 117, 2-4.16ab-18.22-24
R/. Den gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia.
Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia.
Digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia. R/.
“La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa”.
No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor.
Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte. R/.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.
Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. R/.
Segunda Lectura
Lectura de la primera carta del Apóstol San Juan 5, 1-6
Queridos hermanos:
Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama al que da el ser ama también al que ha nacido de él.
En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos.
Pues en esto consiste el amor de Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe.
¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?
Este es el que vino por el agua y la sangre: Jesucristo. No solo en el agua, sino en el agua y en la sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.
Evangelio
Lectura del santo Evangelio según San Juan 20, 19-31
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a ustedes”.
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
“Paz a ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”.
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
“Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos”.
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”.
Pero él les contestó:
“Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”.
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a ustedes”.
Luego dijo a Tomás:
“Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”.
Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”.
Jesús le dijo:
“¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto”.
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre.
Comentario
Aleluya ¡El Señor ha resucitado!
La Iglesia continúa celebrando con gozo la resurrección del Señor, su triunfo sobre el pecado y la muerte, durante todo el tiempo litúrgico de la Pascua. Nosotros también, en un solo corazón y en un mismo espíritu, como los primeros cristianos de la comunidad de Jerusalén, seguimos unidos a toda la Iglesia extendida por el mundo, inundada por la alegría pascual.
San Juan Pablo II instituyó, en este segundo domingo de Pascua, el domingo de la Divina Misericordia. Del costado abierto de Jesús y de sus llagas brota la misericordia y el perdón de Dios para toda la humanidad. El Papa Francisco nos recuerda que Misericordia es el nombre de Dios, esto es, su esencia; pues Dios es la misericordia infinita que se nos ha manifestado en Jesucristo, amor divino y misericordioso, encarnado, muerto y resucitado para nuestra salvación. Su misericordia es eterna, trasciende el tiempo y el espacio, se extiende desde el presente al pasado y al futuro de la humanidad, en cualquier lugar del universo. En Cristo, Dios Padre ha tenido misericordia de toda la humanidad y de cada ser humano en particular. Se ha hecho corazón pobre –misericordia– para ponerse al alcance de todos y para que todos podamos sentirle cerca, viendo en Él nuestras propias heridas y recibiendo de Él la fuerza que necesitamos para vencer el mal y el pecado.
Se nos invita, pues, a abrirnos a la Misericordia divina que se nos ofrece en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, por medio de los sacramentos, signos visibles de la gracia y de la vida de Dios. Sin olvidar que, habiendo experimentado su misericordia, estamos llamados a ser misericordiosos siempre, a tener corazón humilde, a ponernos al nivel de los más pobres y desgraciados, compartiendo con ellos sus sufrimientos, perdonando sus ofensas, haciendo con ellos lo que Dios mismo ha hecho con nosotros. No olvidemos nunca esa invitación profunda, y de largo alcance, que Yahvé hace a su pueblo por medio del profeta Oseas, y que nos hace a cada uno de nosotros, los cristianos, por medio de Jesucristo: “Misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos” (Os 6, 6).
La Palabra de Dios de hoy nos sigue enseñando y mostrando a Jesús, vivo y resucitado, en medio de nosotros. Él es el centro de nuestra fe y de nuestra vida, en quien encontramos la paz y la alegría verdaderas. Él es la Palabra del Padre, que se hace presente cada vez que dos o más nos reunimos en su nombre. Él es la Luz en la oscuridad, el Agua que calma nuestra sed más profunda, el Pan vivo bajado del cielo para nuestra salvación. Jesucristo es la piedra desechada por los arquitectos, por los sabios y entendidos, que matándolo pretendieron expulsarlo de la creación, sin darse cuenta de que todo ha sido creado en Él, por Él y para Él; Él es la piedra angular sobre la que descansa el edificio de toda la Iglesia, de la que formamos parte por el bautismo, como piedras vivas, llamadas a tener y comunicar la misma vida nueva que recibimos de Cristo por la fe en Él.
San Juan, el discípulo que desde muy joven conoció y siguió a Jesús, ya desde la madurez de su vida y de su fe, escribe a los primeros cristianos con hondura y determinación. También a nosotros nos dice: “¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?”. Afianzar nuestra fe en Cristo Jesús, madurar en nuestra relación personal con Él dentro de la Iglesia es tarea de este tiempo de Pascua; se trata de algo fundamental porque en ello nos va la vida, el sentido profundo de lo que somos y hacemos, nuestro futuro y el de nuestra sociedad.
Jesucristo, durante su vida mortal, había formado un grupo de discípulos al estilo de los rabinos de su tiempo, y les había manifestado poco a poco quién era Él y cuál era su misión en el mundo. Mediante sus enseñanzas y sus milagros les mostró el camino de la salvación, transformó sus vidas y los llamó a un seguimiento que les implicaba en la misión del Maestro. Sin embargo, su pasión y muerte, comprendidas como el fracaso total de su misión, sembró el desconcierto en sus seguidores y se produjo la desbandada, también por el miedo a sufrir la misma persecución y muerte de Jesús.
Con la resurrección de Cristo se inicia una nueva etapa en el camino del discipulado, en la que, por medio de sus apariciones, Jesús irá reconstruyendo la comunidad primera, manifestándoles su nueva condición, confirmándoles en la fe y enviándoles a ser sus testigos, prolongadores y actualizadores de su misión salvífica en el mundo. La vida nueva que Cristo ha conquistado para toda la humanidad con su victoria sobre la muerte no podía apagarse. Por la fuerza del Espíritu Santo, los apóstoles son constituidos en sus ministros, esto es, servidores y comunicadores de la misericordia y del perdón de Dios.
Así lo vemos en el precioso evangelio de hoy. Cristo se presenta resucitado en una casa con las puertas cerradas, probablemente el Cenáculo, para liberar a sus discípulos del miedo y la vergüenza; miedo a que los judíos les ejecutasen como a Jesús; vergüenza por haber dejado solo al Maestro en su pasión y muerte. Para ello Jesús les saluda, sin reclamarles nada, dándoles la paz y haciéndoles partícipes de su propio Espíritu Santo, por el cual son enviados a perdonar los pecados del mundo, es decir, a ser testigos y ministros de la misericordia del Padre que ellos mismos habían experimentado, servidores y prolongadores de la misión de Cristo en el mundo.
Resulta simpática y graciosa la figura de Tomás, y a la vez tierna y profunda, no aceptando el testimonio de sus compañeros y teniendo que enfrentarse a su propio deseo, racional y terco, de poner sus manos en las llagas de Jesús. Le invadía un mar de dudas del cual le salva el propio Cristo, con paciencia y delicadeza. Y de tal encuentro nos quedó para siempre la oración sencilla que tantas veces repetimos los creyentes en Jesucristo: “Señor mío y Dios mío”.
Jesús aprovecha el momento para pronunciar una nueva bienaventuranza: “Dichosos los que crean sin haberme visto”. Es la bienaventuranza en la que estamos incluidos todos los que hemos puesto nuestra fe en Cristo para siempre y, aun sin verlo corporalmente, incluso envueltos en dudas y dificultades, seguimos sus huellas porque hemos comprendido que sólo en Él está la vida verdadera y auténtica.
Cuando nos pregunten o nos preguntemos para qué sirve la fe cristiana, qué problemas resuelve, hemos de entender y responder que la fe en Cristo vivo y resucitado “sirve” para eso; para no alejarnos del mundo y de la realidad, para no introducirnos en una burbuja solitaria, alienante y egoísta, para tener vida en su nombre, para vivir en la verdad y en auténtica libertad, para abrir los ojos al mundo que nos rodea contemplando las maravillas de Dios y también sus miserias, para ser solidarios con el dolor de los hermanos con quienes compartimos la vida, a los cuales Cristo nos envía para ser testigos y servidores de su amor eterno y misericordioso por cada uno de ellos.
Oración
Porque anochece ya,
porque es tarde, Dios mío,
porque temo perder
las huellas del camino,
no me dejes tan solo
y quédate conmigo.
Porque he sido rebelde
y he buscado el peligro
y escudriñé curioso
las cumbres y el abismo,
perdóname, Señor,
y quédate conmigo.
Porque ardo en sed de ti
y en hambre de tu trigo,
ven, siéntate a mi mesa,
bendice el pan y el vino.
¡Qué aprisa cae la tarde!
¡Quédate al fin conmigo!
Amén.
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